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Por Rosa Bertino. El día de los Oscar, llovía en Los Ángeles. Esto preocupó sobremanera a los encargados de la parte más importante de la ceremonia: el ingreso al Teatro Dolby de Los Ángeles. Las estrellas tienen que entrar y detenerse sobre la alfombra roja.
Y lo tienen que hacer con tiempo suficiente para los flashes y describir su atuendo, resaltar el nombre del modisto y el joyero; ser objeto de bromas inocuas; continuar la marcha hacia la próxima parada fotográfica, y así sucesivamente.
Hace rato que importa más lo que pasa afuera, que lo que ocurre adentro. Los comentarios de los estilistas, y los tweets de los espectadores, han desplazado a los críticos de cine. Antes, toda transmisión era acompañada por un periodista especializado. Hoy, ese lugar está reservado a modistos, peluqueros y ‘chismógrafos’. Este año no fue la excepción.
La edición número 86 se aseguró que el conductor no se pasase de listo y prefirió a alguien como Ellen De Generes, verdadera encarnación de la corrección política hollywoodense: lesbiana, casada (por segunda vez) con una mujer, exitosa y con un filoso sentido del humor. La gran “originalidad” de De Generes fue tomar una selfie en la que lo más granado del bello Hollywood compartió el momento con millones de ignotos televidentes. Muy representativo del mundo global.
Los premios, poco
En una tendencia acaso irreversible, lo que menos importa o de lo que menos se habla, es de los sucesos cinematográficos distinguidos por los casi 6.000 miembros de la Academia. Ya nadie se guía por los Oscar, al momento de ir al cine.
El balance del domingo pasado reitera de los lugares comunes en los que incurre la industria estadounidense. Los Oscar a Jared Leto y Matthew McConaughey (actor de reparto y actor principal), por El club de los desahuciados, corroboraron la fruición por las performances cadavéricas y la sacralización del sida por encima de cualquier otra enfermedad. En ambos casos, tanto la crítica como el boca a boca se inclinaban por Jonah Hill (El lobo de Wall Street) y la histórica actuación de Bruce Dern en Nebraska.
En dos rubros “menores”, pero esenciales para el séptimo arte, como lo son el género documental y el cortometraje, los premios fueron para 20 Feet from Stardom y The lady in number 6: Music saved my life. El primero ensalza a los aspirantes a la fama que pueblan los castings musicales. El segundo es un tributo a la pianista Alice HerzSommer, última sobreviviente del Holocausto, que falleció el mes pasado a los 109 años.
En esa categoría concursaban filmes señeros, sumamente alabados en Europa, como The act of killing y Guerras Sucias, sobre las masacres perpetradas en Indonesia y Afganistán, respectivamente, y un estremecedor registro español, Aquél no era yo, sobre la realidad de 250 mil niños soldados en África.
No hay siglo más escapista que el 21, cuyas buenas conciencias se refugian en los musicales inocuos, o en el pasado impoluto. El presente es muy complicado.