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Por Héctor Cometto (Periodista deportivo, columnista de los ciclos informativos de Teleocho Córdoba). La complejidad de los grandes artistas es un laberinto desconocido para aquellos que los juzgamos desde fronteras muy distantes, que simplemente…
… reflejamos, admiramos, disfrutamos, reaccionamos. Son estrellas: irradian luz. Nosotros, planetas: la reflejamos. Y pretendemos exigirle normalidad a quien engendra y concreta nuestros sueños.
¿Puede ser normal alguien que maneje la trama política de la Bombonera y el tejido táctico de uno de los principales equipos del mundo?¿Y que lo sea proviniendo de un contexto con limitaciones profundas, que genera resentimientos crónicos, principalmente ante los que ostentan poder?
Cada vez es menos noticia alguien que se comporte normalmente. El inconveniente es cuando la anormalidad proviene de alguien que no es un sobresaliente, que no inspira ni hace realidad sueños, que no destaca.
Juan Román Riquelme es el jugador más importante de la historia de Boca. Y es un artista. Y va y viene como lo determina su ego, enamorado de su poder de cerrar y abrir puertas a grandes caudales de atención, de generar amores incondicionales y rechazos profundos siempre con un común denominador: la admiración por lo que sabe y hace.
Hagamos un ejercicio: tome la estrella que quiera y arme dos columnas: una, de los logros y otra, de su ego. Cuando ambas son altas, procese y tolere la segunda y respete el todo. Suele ser indivisible, sin esa autoestima desbordante no lo hubiera logrado.
Y si logran seguir impactándonos, asombrándonos con su arte, nos perderemos en su laberinto. Cuando la vuelva a pisar, y la insoportable vorágine futbolera se detenga un instante, allí todos olvidarán sus devaneos, su vuelta a destiempo, su autosuficiencia. Porque en ese momento «el distinto» está solo, y carga con la presión de alegrías o penas ajenas. Y resuelve. Y se las aguanta. Como nadie.