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Por Claudio Fantini. Cuando el coronavirus entra a los domicilios del poder, el mensaje es muy fuerte. Cuando entró al Palacio de Buckingham (por el contagio del príncipe Carlos) y al 10 de Downing Street (Boris Johnson), el pueblo británico tuvo la absoluta confirmación de que el Covid-19 existía y que todos estaban al alcance de la enfermedad. ¿Qué mensaje da a los argentinos el contagio de Alberto Fernández?
¿Reaparecerán las voces que descalificaban a la vacuna rusa? ¿Relanzarán la ofensiva, que se había detenido cuando aparecieron las primeras pruebas de una posible alta efectividad, para señalar ahora que ni siquiera las dos dosis sirven para la inmunidad?
¿Cómo será leído por la sociedad que Alberto Fernández tenga la infección, habiendo recibido la vacuna Sputnik? Más aún: habiendo recibido las dos dosis.
En principio, sería negligente si quienes habían hecho campaña contra la Sputnik intentaran presentar el contagio del presidente como una prueba de que tenían razón.
A esta altura, quedó en claro que ninguna vacuna da inmunidad absoluta, sino que evita las convalecencias graves.
Llevan tiempo la Organización Mundial de la Salud (OMS) y los principales laboratorios diciendo que las personas vacunadas deben seguir con el uso del barbijo y cuidándose de todas las formas posibles.
Lo problemático sería que Alberto Fernández ingrese en terapia intensiva en estado grave. Incluso, en ese caso, cabe recordar que en todas las vacunas se producen casos excepcionales.
Pero tratándose de un presidente, el caso generaría una fuerte desconfianza hacia la vacuna rusa, lo cual perjudicaría la ya de por sí lentísima campaña de vacunación.
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De momento, aun con el presidente infectado -a pesar de haber recibido las dos dosis- sigue siendo válido lo que habíamos sostenido en esta columna desde el principio del debate sobre la vacuna rusa.
Siempre explicamos que el problema no estaba en la vacuna, si no en el presidente ruso.
El laboratorio Gamaleya tiene un prestigio de origen decimonónico, porque desde el siglo XIX, bajo el imperio de los zares, ha producido grandes avances en el terreno de la inmunología y de las vacunas.
A eso se suma el nombre con que se lo rebautizó a mediados del siglo XX, bajo imperio de los soviets, en honor a uno de sus mejores científicos: Nikolai Gamaleya.
Quien le restó credibilidad a la vacuna es Vladimir Putin al convertirla en una ficha del tablero geopolítico y del sello ultranacionalista de su liderazgo.
Sputnik es una palabra rusa que significa satélite y que remite inmediatamente al primer gran triunfo soviético en la carrera espacial: la puesta en órbita del primer satélite en 1957.
La carrera espacial era, como el nombre lo indica, una competencia entre las dos superpotencias que pugnaban por controlar el orbe.
Llamar Sputnik a la vacuna, es darle el mismo rol que al primer satélite que lanzó al espacio la URSS.
La vacuna debió llamarse Gamaleya. Eso es lo lógico. Igual que China, que se quejaba de Donald Trump por hablar del “virus chino”, pero bautizó como vacuna china y fármaco chino a sus dosis.
El jefe del Kremlin mostró su nacionalismo inescrupuloso y propagandista al usar un nombre que politiza lo que no se debe politizar. Pero más allá de la jugada de Putin, está la confiabilidad de un laboratorio que merece credibilidad.
Esa credibilidad ha sobrevivido al inescrupuloso líder ruso, pero se vería afectada si el estado de Alberto Fernández se agravara.