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Por Claudio Fantini. La frase de Alberto Fernández quedó retumbando en la Argentina. Considerar que Alberto Nisman se suicidó y decir que esperaba que el fiscal Diego Luciani no haga lo mismo, suena como amenaza mafiosa. ¿Es una amenaza real o un estropicio retórico de un Presidente que incurre en graves errores al hablar?
Si se escucha atentamente la frase entera, parece claro que Alberto Fernández no tiene intención de proferir una velada amenaza.
Lo verdaderamente grave es que el Presidente haya dado por hecho que Nisman se suicidó.
Dijo algo controversial, un estropicio retórico, pero no parece tener la intención que se le asigna y por la cual un sector de Juntos por el Cambio llegó al extremo de promover juicio político, iniciativa que podría convertir en presidenta a Cristina Kirchner.
Un error más de la oposición, que resaltó más lo que menos sentido tenía resaltar en el cúmulo de argumentaciones oscuras y desacertadas.
Alberto Fernández planteó, lo que es gravísimo, es que no hay otro culpable de esa muerte que el propio fiscal.
Como si no existiera el crimen por inducción al suicidio, entre otras posibilidades, como la ejecución por oscuros personajes.
En el caso del fiscal que acusó a Cristina Kirchner por su pacto con Irán, la cuestión no es quién jaló el gatillo, sino por qué.
Para matarlo por haber participado en un complot contra él, Hitler hizo ofrecer al mariscal Erwin Rommel dos alternativas: ser acusado de traición y degradado en público, a la vez someter a su familia a represalias que la hundirían en la pobreza y la deshonra, o suicidarse con una pastilla de cianuro.
El célebre mariscal -al que llamaban “El zorro del desierto” por sus proezas al frente del Afrika Korps- eligió suicidarse para salvar a su familia del castigo nazi.
Del mismo modo, Iósif Stalin lograba que muchos de los líderes comunistas a los que purgaba y enviaba al pelotón de fusilamiento, se autoculparan de traiciones para justificar sus propias ejecuciones.
Si no lo hacían, sus hijos o padres o hermanos o cónyuges eran torturados y asesinados.
La teoría del suicidio que promueve el kirchnerismo suele balbucear una explicación absurda: al descubrir que sus argumentos para acusar a Cristina Kirchner no tenían pies ni cabeza, Nisman se deprimió y se pegó un tiro en la cabeza.
Resulta más verosímil la posibilidad de que, de haber sido él quien jaló el gatillo, lo haya hecho bajo la presión insoportable de una amenaza brutal, que es como normalmente se cometen los crímenes ejecutados a través de la propia víctima.