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Por Claudio Fantini. Una negligencia puede opacar una victoria. El domingo a la noche, estaba claro que Cambiemos era el gran triunfador de la jornada, por ende, la victoria es también de Mauricio Macri. La coalición que gobierna se convertía en la primera fuerza política a escala nacional, mientras el kirchnerismo se volvía electoralmente irrelevante.
Quienes en la misma vereda (la del antikirchnerismo y el no-kirchnerismo) habían desafiado a los candidatos del presidente, como Sergio Massa y Martín Lousteau, también resultaban derrotados.
Por la tardía y absurda decisión de abrasarse a Cristina Kirchner, a pesar de haber sido archienemigos de los gobiernos K, los hermanos Rodríguez Saá perdían el invicto de 34 años en las urnas de San Luis de manera catastrófica. Y el candidato santacruceño de Macri sepultaba en votos nada menos que a la hermana de Néstor Kirchner y cuñada de la ex presidenta.
En Córdoba, Cambiemos derribaba otro invicto de manera contundente.
Como broche de oro, quedaba claro que Cristina Kirchner no obtendría en las urnas bonaerenses el triunfo abrumador que necesitaba, no para entrar al Senado, sino para conservar una dosis importante de energía política que la mantenga a salvo de los jueces y le permita condicionar al Gobierno.
Lo que también estaba claro es que la diferencia que aparecía en las pantallas de televisión (casi siete puntos a favor de Esteban Bullrich) cuando Macri, Vidal y sus candidatos en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires se presentaron ante las cámaras y la militancia para festejar, se iría achicando hasta el empate técnico. Nadie aclaró que esa cifra cambiaría y la diferencia se acortaría.
El festejo de Cambiemos fue visto como si el triunfo incluyera una diferencia de entre 6 y 7 puntos sobre la líder del kirchnerismo.
Sabían los estrategas de Cambiemos, por ende también Macri, Vidal y los que compartían el escenario, que más tarde llegaría un aluvión de urnas de La Matanza y era muy posible que, al final del escrutinio, Cristina quedara arriba de Bullrich.
Lo más inteligente hubiera sido que Bullrich, Macri o Vidal dejaran en claro que el escrutinio bonaerense se perfilaba, más que una victoria, hacia un empate técnico. Decirlo en ese momento triunfal, no habría opacado en lo más mínimo la victoria. Al contrario, la hubiera vacunado contra cualquier intento kirchnerista de restarle contundencia.
Con el kirchnerismo reducido a la irrelevancia en la escala nacional, la diferencia que necesita Cristina Kirchner sobre su contendiente debe ser abrumadora. Y nada indica que lo pueda lograr.
En el tablero electoral, el kirchnerismo había jugado con su reina y el macrismo le compitió con apenas un alfil. Bullrich es un contrincante demasiado opaco y débil como para que Cristina Kirchner quede unas décimas por debajo o unas décimas por arriba de él.
Cambiemos compitió sin viento de cola (la economía fue más bien un viento de frente) y postuló a gente de su segunda y tercera línea. Sin una diferencia aplastante, Cristina Kirchner no puede cantar victoria.
Sin embargo, la negligencia de no haber dicho -en el momento más triunfal del proceso electoral- que el escrutinio se enfilaba hacia donde inexorablemente desembocaría, le deja ahora al kirchnerismo la posibilidad de un festejo, si es que el conteo final proclama a la ex presidenta unas décimas o unos puntos por delante.
Con sólo haberlo dicho, no hubiera opacado la victoria sino que, por el contrario, la habría blindado de humildad; habría quedado conjurado el riesgo del festejo o de la denuncia y la victimización. Cristina Kirchner se prepara para cualquiera de esas opciones, mientras espera paciente que termine el recuento.