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Por Claudio Fantini. El mundo lleva semanas mirando a Nigeria, donde más de 200 chicas de 15 años permanecen secuestradas por un grupo ultra-islamista llamado Boko Haram (“Personas comprometidas con la enseñanza y la yihad del Profeta”, expresado en lengua árabe). Pero los habitantes del Estado nor-nigeriano de Borno lo llaman Boko Haram, que en lengua nativa (la de la etnia hausa) significa “no a la enseñanza occidental”.
Nigeria es un país partido geográficamente por dos grandes religiones: en el sur, donde está la antigua capital, Lagos, predominan las etnias igbo y yoruba, que profesan el cristianismo y las creencias animistas ancestrales. En el norte predominan las etnias housa (la más grande) y fulani, mayoritariamente musulmanes.
Muchas organizaciones ultra-islamistas tomaron hace décadas las armas en el norte, con el objetivo de convertir Nigeria en un emirato donde la sharía (ley coránica) reemplace al Código Civil vigente.
En ese marco, surgió Bo Haram, a principios de la década anterior, influida por el salafismo, una de las vertientes coránicas más cerradas e intolerantes del islamismo.
Mientras estuvo liderado por su fundador, Ustaf Mohamed Yusuf, esta organización se concentró en atacar la proliferación de escuelas creadas por pastores de iglesias evangélicas para impartir enseñanza enmarcada en los valores cristianos. Primero lo hizo pacíficamente, pero luego pasó a la acción armada. No obstante, Boko Haram atacaba blancos policiales y militares.
Tras la muerte de Yusuf, abatido en el 2009 por militares, asumió la jefatura del grupo el sanguinario Abubakar Shekau. Desde entonces, las acciones de Boko Haram se caracterizan por su crueldad lunática y genocida. Pueblos masacrados en aldeas incendiadas y secuestros masivos de turistas y estudiantes de escuelas evangélicas suman alrededor de diez mil muertos en un puñado de años.■