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Por Claudio Fantini. Una señal de salud democrática de un país es cuando un mandatario resulta sometido a juicio político en momentos en que la economía está funcionando muy bien o se dan claros éxitos gubernamentales. En Brasil, los indicadores económicos parecen evidenciar que la ortodoxia del ministro Paulo Guedes podría tener buenos resultados.
Pero si se acumulan causas para un impeachment (juicio político) contra Jair Bolsonaro, los buenos resultados económicos no debieran ser un impedimento.
Más allá del informe de la red O Globo en relación con el crimen de la concejal Marielle Franco, los estropicios diplomáticos que provoca el jefe del Planalto por sus pronunciamientos irresponsables y desequilibrados respecto a cuestiones internas de otros países, podrían justificar un impeachment.
Cuando Evo Morales se pronuncia a favor de un candidato a presidir otro país, comete un grave error. También lo cometió Cristina Kirchner cuando felicitó al presidente boliviano por una elección que aún está a bajo sospecha de fraude, y Alberto Fernández cuando, la noche de su triunfo, gritó “Lula Libre”.
En ambos casos, podrían haberse pronunciado de modo correcto, pero lo hicieron de manera tribunera. Y resulta claro que es mucho más grave cuando la injerencia en los asuntos internos de otro país se produce mediante el repudio y el agravio.
Esa forma de injerencia, además de violenta, es peligrosa, porque genera tensiones y pone en riesgo las relaciones diplomáticas y la estabilidad en la región.
Con sus pronunciamientos sobre las elecciones en la Argentina y Uruguay, Bolsonaro y su canciller, el ultraconservador Ernesto Araújo, reafirmaron una posición extremista tan o más graves que las practicadas por Hugo Chávez en su momento, y por varios mandatarios actuales.
Desde Uruguay, respondieron enérgicamente en rechazo declaraciones de Bolsonaro tanto desde el gobierno del Frente Amplio, como el opositor Luis Lacalle Pou. O sea, el agraviado por Bolsonaro y el favorecido por ese agravio entendieron la necesidad imperiosa de rechazar y reprochar públicamente esa injerencia torpe e insolente.
Mauricio Macri debió actuar del mismo modo, pero no lo hizo. Su canciller envió una tibia carta “personal” al embajador y explicó que la Argentina no debía “repudiar” los dichos de Bolsonaro y de su canciller, para no dañar la relación institucional con Brasil.
La disyuntiva no es “repudiar” o guardar silencio. La opción al repudio es rechazar y reclamar “no injerencia en los asuntos internos”, además de responsabilidad diplomática para preservar la estabilidad y la convivencia en la región.
En Brasil, crece el número de expertos y de dirigentes que se preguntan sobre la gravedad de la conducta del presidente, de sus hijos y de su canciller.
En Brasil, expertos y dirigentes entienden que la conducta de Bolsonaro podría mostrar desequilibrios que justifiquen sospechar de su capacidad para gobernar y para representar a la nación.
La sensatez y la responsabilidad política de la dirigencia brasileña supondrían entender que -al igual que en el caso de Donald Trump (contra quien avanza un juicio político mientras la economía crece vigorosamente)-, más allá de los resultados económicos está la salud institucional de la república.