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Por Claudio Fantini. Llamó la atención de que la primera visita oficial de Alberto Fernández, como presidente, sea a Israel. Y la versión emanada desde la cúpula del poder político sobre la decisión resulta, posiblemente, reveladora de un giro significativo en anteriores posiciones de Cristina Fernández de Kirchner. Veamos.
Por cierto, el acontecimiento tiene una trascendencia histórica objetiva, que explica por qué su convocatoria es equiparable a la que tuvieron los funerales de Yitzhak Rabin en 1995 y de Shimon Peres en 2016.
En Yad Vashem, se conmemoran 75 años de la liberación por parte de tropas soviéticas de Auschwitz-Birkenau, que sobresale entre otros campos de concentración, como Treblinka, Bergen Belsen y Dachau, por ser el máximo símbolo de la industrialización ejecutada por el nazismo del asesinato en masa de judíos.
Más allá de su indiscutible dimensión histórica, está la dimensión política, y de ahí la sugestiva presencia de Alberto Fernández a instancias de Cristina Kirchner.
Respecto a Israel, la asistencia de presidentes, como el francés Emmanuel Macron, el ruso Vladimir Putin y el alemán Frank-Walter Steinmeier, junto al vicepresidente norteamericano Mike Pence y miembros de la realeza europea como el rey Felipe VI (España) y el príncipe Carlos (Gran Bretaña), constituye un logro sobre el aislamiento internacional por las duras políticas del primer ministro Benjamin Netanyahu.
Muchos se preguntaron por qué eligió a Israel como destino de su primer viaje al exterior como presidente y por qué decidió aceptar el pedido de Donald Trump para que se reúna con Netanyahu, quien -en contraste con el apreciado presidente del Estado judío, Reuven Rivlin– resulta una figura controvertida por su política de expansión de asentamientos en territorios ocupados y por su dura reticencia a retomar las negociaciones que conduzcan al establecimiento de un Estado palestino.
El enigma no surge de las posiciones que siempre ha sostenido el propio Alberto Fernández, sino del hecho de que su vicepresidenta es Cristina Kirchner, cuyo gobierno concretó un oscuro acuerdo con Irán respecto a la masacre que se perpetró en la AMIA.
La finalidad de aquel acercamiento gestionado por Hugo Chávez es lo que estaba por denunciar ante el Congreso el fiscal Alberto Nisman cuando murió con un balazo en el cráneo.
La versión que hizo trascender la Casa Rosada es que el Presidente pensaba no asistir al evento israelí por las obligaciones de su agenda, pero Cristina Kirchner lo convenció de que debía viajar. Esa versión afirma que hay una nueva mirada internacional de la actual vicepresidente, surgida de una reflexión autocrítica sobre el acercamiento a la teocracia persa y el aislamiento que le causó la política exterior de su gestión.
Es difícil saber si de verdad se decidió de ese modo el viaje del Presidente. Lo indudable es que, así planteado, Alberto Fernández se justificó ante las bases más radicalizadas del kirchnerismo, cuyas derivas extremistas no superan la sumisión feligresa que tienen hacia la mujer que los lidera.
También es indudable que la versión que pone en ella la decisión del viaje, sólo pudo circular -sin versiones que la contradigan- porque así lo dispuso Cristina. Por lo tanto, haya realizado o no una revisión autocrítica de su visión del mundo y de su política exterior, hoy está dispuesta a actuar en un sentido contrario a cuando ocupaba la Presidencia.
Alberto era jefe de Gabinete en momentos en que Néstor Kirchner siguió a Chávez en la dirección opuesta al acuerdo de libre comercio que promovía Estados Unidos y quedó desahuciado en la Cumbre de las Américas de 2005, cuando el exuberante líder caribeño mandó el “ALCA al carajo”.
La búsqueda de restablecer vínculos dañados por el gobierno de Cristina Kirchner, quizás motivada por los juicios sobre el pacto con Irán y la muerte de Nisman, es novedosa en la vicepresidente, quien, aunque no hubiera tenido el protagonismo que la versión irradia, autorizó su circulación.