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Por Claudio Fantini. “El que lo dice, lo es”, respondió Vladimir Putin a Joe Biden, quien lo había calificado de “asesino”. Parece la respuesta de un niño a otro niño, pero el intercambio se dio entre los líderes de las principales potencias militares y nucleares del mundo. ¿Qué puede deparar, por ahora, esta guerra de palabras?
El titular del Salón Oval de la Casa Blanca se refirió con ese duro calificativo al jefe del Kremlin, por una serie de sucesos de los últimos tiempos, que incluyeron un ataque cibernético a Solarwinds, empresa de software que tiene entre sus clientes a varias agencias del Estado norteamericano; el encarcelamiento del líder disidente Alexei Navalny, luego de intentar asesinarlo, y el pago a mercenarios afganos para que maten soldados norteamericanos.
Posiblemente., si un político caracterizado por la moderación tuvo un pronunciamiento tan estridente, fue para tapar en los medios las noticias sobre la inmensa crisis migratoria que está presionando la frontera sur de Estados Unidos.
Cualquiera haya sido la razón más profunda, el hecho de calificar de “asesino” a Putin anuncia una escalada de tensiones entre Washington y Moscú.
Para encontrar una ataque verbal equiparable al que acaba de lanzar la Casa Blanca sobre el Kremlin, hay que remontarse a 1983, cuando Ronald Reagan llamó evil empire («imperio maligno o imperio del mal») a la ex URSS.
Rusia había desplegado misiles estratégicos SS-20 en Europa Oriental. A eso, se sumó el derribo de un avión surcoreano de pasajeros en el oriente de la ex URSS.
¿Por qué el mandatario demócrata lanzó semejante ataque verbal sobre el Kremlin? ¿Qué acción de Putin fue el equivalente a los SS-20 de Juri Andrópov y al derribo de un avión surcoreano?
La respuesta de Biden fue por el ataque ruso a Estados Unidos con un destructivo misil llamado Donald Trump.
Biden llamó asesino a Putin y prometió que pagará por sus actos, también en referencia a los informes de inteligencia que afirman que el Kremlin volvió a interferir en el proceso electoral norteamericano, con el objetivo de que Trump fuera reelegido el 3 de noviembre de 2020.
La segunda injerencia de Rusia en la elección de Estados Unidos se realizó a través de masivos bombardeos de información falsa, destinada a beneficiar a Donald Trump.
¿Por qué Putin jugó de nuevo la misma carta? Seguramente, porque convirtiendo a Trump en presidente de Estados Unidos obtendría resultados geopolíticos formidables, a pesar de que la injerencia había sido descubierta.
Trump debilitó la OTAN hasta ponerla en estado de coma; promovió liderazgos euro-escépticos, como el de los del Brexit británico, y puso al borde del colapso la relación de Estados Unidos con sus socios europeos.
Esa parálisis en el eje atlántico le facilitó a Rusia la anexión de la península de Crimea y la guerra en el Este de Ucrania. Putin logró, además, con la ayuda de Trump, el protagonismo excluyente de Rusia en el conflicto sirio, entre otras ventajas geoestratégicas.
Las consecuencias de los actos de Putin que anunció Biden podrían ser sanciones que incrementen las ya aplicadas por el “caso Navalny”, hasta imponer un virtual aislamiento de Rusia.
Quizá busque tejer con los aliados un nuevo “cordón sanitario”, como el establecido para aislar a la URSS al promediar la Guerra Fría.
Más allá de lo que finalmente ocurra, está claro que Biden ha usado un proyectil verbal altamente destructivo al calificar de “asesino” al presidente ruso.
Lo hizo por estar convencido de que el jefe del Kremlin lanzó sobre Washington un proyectil más destructivo aún: el misil Trump.