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Por Claudio Fantini. Después de Alberto Fernández, el primer presidente latinoamericano que llegó a Moscú fue Jair Bolsonaro. También el jefe de Estado brasileño mostró el interés de su gobierno por construir una relación profunda y estratégica con Rusia. ¿Qué hay detrás de ese gesto y cuál es la admiración del presidente de Brasil para con Putin?
Bolsonaro admira a Vladimir Putin. Tiene fascinación por el jefe del Kremlin, al que La Cámpora y la militancia kirchnerista describen como la continuidad del espíritu revolucionario de Lenin.
Desde que Donald Trump dejó el Despacho Oval, el presidente de Brasil dejó de mirar hacia Washington para lanzar su mirada sobre Moscú.
Al fin de cuentas, Trump llegó a la Casa Blanca con la ayuda de Vladimir Putin y muchas medidas claves en el tablero geopolítico fueron funcionales a Rusia.
Por ejemplo, hizo que Estados Unidos le allanara el camino a las fuerzas militares que envió Putin para salvar el régimen de Bashar al-Assad en Siria.
Pero lo más grave que hizo Trump a favor de los planes estratégicos del presidente ruso, fue apoyar a los que sacaron a Gran Bretaña de la Unión Europea; respaldar a todos los líderes anti-Bruselas de los principales países europeos y debilitar la OTAN.
Lo que está ocurriendo en Ucrania resalta el nivel de colaboración con Putin que tuvo la política anti-OTAN de Trump.
El hecho es que Bolsonaro admira y le declara su amor político al mismo líder ruso que el kirchnerismo describe como un Lenin modelo siglo 21.
¿Cuál de las dos miradas está percibiendo al verdadero Putin? ¿La del ultraconservador, misógino y homofóbico presidente brasileño o la del movimiento político argentino que lidera Cristina Kirchner?
A pesar de las notables limitaciones intelectuales y culturales de Bolsonaro, su mirada está percibiendo a Putin más claramente que el kirchnerismo.
Es claro que el jefe del Kremlin es un ultranacionalista y que el ultranacionalismo ruso incluye el imperialismo regional y eslavista del zarismo; un monarquismo despótico y el ultra conservadurismo del cristianismo ortodoxo.
Sus juegos de guerra para arrebatar territorios a Georgia y a Ucrania, tras haberle arrebatado el Transdniester a Moldavia son pruebas del belicismo del imperialismo regional que tuvo la ex Unión Soviética.
La prueba más contundente fue la sujeción al dictat de Moscú de los 14 vecinos que rodeaban a la ex URSS, la máxima expresión de éxito geopolítico.
La Constitución que impuso Putin también explica por qué un ultraconservador homofóbico y retardatario como Bolsonaro admira tanto al líder ruso.
En esa Carta Magna se prohíbe expresamente el matrimonio igualitario y se sostiene el modelo único de familia que defiende la Iglesia Ortodoxa, aliada clave de Vladimir Putin.
La mirada deformadora de la realidad es la que instalaron las usinas de propaganda “K” a una feligresía, que tiene disposición a aceptar por “progresismo” lo que el liderazgo le dice a ese grupo de seguidores.