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Por Claudio Fantini. Hubo dos buenas señales el domingo último: la temprana aparición de Sergio Massa para admitir la derrota de manera clara, y la posterior aparición de Javier Milei, quien, conjurando la euforia que marcó su fulgurante carrera política, usó un tono pausado y respetuoso. En términos generales, buscó ratificar las señales de moderación ideológica y de serenidad política, que dio camino al balotaje.
Que haya mencionado a Juan Bautista Alberdi, en lugar de los autores de teorías económicas radicales con los que inició su meteórica marcha hacia la fama en los sets de televisión, también es una señal alentadora.
Cabe esperar que la experiencia de miembros claves de su entorno, como Guillermo Francos, y la capacidad de quienes serán funcionarios, tal el caso de Diana Mondino, logren crear un gobierno de centroderecha que privilegia el diálogo y los consensos, por sobre la confrontación y la cancelación de los opuestos.
El diálogo y los consensos dejarían de lado el riesgo de un nuevo mesianismo sectario, que retomaría la dialéctica “amigo-enemigo”.
La opción «amigo-enemigo» fue comprada por el kirchnerismo a Ernesto Laclau, el filósofo que recicló para el “populismo de izquierda modelo siglo 21” lo que el jurista alemán Carl Schmitt planteó a comienzos del siglo XX, que inspiró al nazismo y demás ideologismos autoritarios.
Que el país no descarrile en nuevos ciclos de convulsión política y violencia, depende de la capacidad del vencedor de entender la realidad, y que el kirchnerismo y las izquierdas desistan de la tentación de declarar una guerra total al nuevo Gobierno.
El resultado de la elección le da al liderazgo de Cristina Kirchner y al movimiento que encabeza una chance de sobrevida.
Ser oficialistas de Sergio Massa los llevaba a la disolución inexorable, aunque con cuidados paliativos. En cambio, ser oposición a Milei les da un lugar en el nuevo escenario político.
En Argentina, las mayorías son fugaces. Entender que las ovaciones pueden trastocar en abucheos en un santiamén, ayuda a evitar la embriaguez del triunfalismo que provocan las victorias.
Haría muy bien Javier Milei si entendiera que le debe su triunfo al calamitoso gobierno que, oficialmente, encabezan Alberto Fernández y Cristina Kirchner, y que de hecho manejaba Massa desde hace más de 15 meses.
A la actual elección la definió el fracaso de la invención política de Cristina Kirchner, que fue la entronización de Alberto Fernández.
Más allá de la corrupción y de episodios impresentables como “el vacunatorio VIP” y el festejo en Olivos, que violó la estricta cuarentena, al fracaso lo sentenció el récord de inflación.
La suerte del Gobierno que comenzará el 10 de diciembre depende de que Milei pueda o no derrotar la inflación.
Milei no ganó por haber levantado las banderas de la Escuela Austríaca y haber explicado las teorías económicas de Frederich Hayek, Ludwig Von Mises y Murray Rothbard.
La razón de su victoria no está en ideas extremas como las que van más allá de la economía de mercado, en la que todo es ‘mercadeable’, incluido los órganos, los niños, los ríos, los mares, las montañas, en fin, todo.
En sus primeras palabras, no hubo “anarco-capitalismo” ni desvaríos extravagantes y oscuros, como los que supura la idea de la “sociedad de mercado”.
Si también él cae en la embriaguez que provoca el triunfalismo, creará tempestades que pondrán al país en riesgo de naufragio.
Milei debe comprender cabalmente que, en la Argentina, las mayorías son fugaces.
También debe preservarse de los efectos alucinógenos del triunfo, y debe tener en claro que los procesos electorales no se definen por un ganador, sino por el que pierde.