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Por Claudio Fantini. Dos patologías recurrentes generan la rueda trágica del eterno retorno en Estados Unidos: una; los lunáticos que vacían cargadores de fusiles de asalto sobre personas desarmadas en escuelas, universidades y shoppings; la otra, policías que cometen crímenes racistas y son apañados por la vista gorda que hacen fiscales y jueces. Un repaso a por qué se suceden las violentas manifestaciones.
La Policía y el sistema judicial son dos estamentos donde el racismo persiste y, cíclicamente, provocan estallidos sociales como el que se produjo la semana pasada en Minneapolis y se extendió a casi medio centenar de ciudades importantes de Estados Unidos.
En las barricadas ardientes se mezclan varios combustibles. La desigualdad que creció en las últimas cuatro décadas y el hacinamiento, que allanó el paso del virus hacia las minorías étnicas que habitan zonas marginales, que también padecen el desempleo por la crisis que causa la pandemia.
Por supuesto, en las manifestaciones se infiltraron violentos sueltos y violentos organizados.
Los saqueos y los destrozos no ocultan la causa del desastre: el racismo que bulle como un magma bajo la superficie de la sociedad norteamericana.
Primero, el racismo fue esclavista. Tras la abolición de la esclavitud impulsada por Abraham Lincoln y finalizada la Guerra de Secesión, el racismo se canalizó a través de leyes que imponían segregación y humillaban a los esclavos liberados y a sus descendientes.
Las leyes racistas eran llamadas “Leyes Jim Crow”, por un personaje de vodevil que representaba un negro con defectos físicos, y el público blanco aplaudía en los teatros del siglo XIX.
Esa jurisprudencia segregacionista imperó hasta la segunda mitad del siglo 20. La primera gran rebelión en su contra fue la de Rosa Parks, la mujer negra que en 1955 se negó a ceder el asiento que le exigía un hombre blanco en un colectivo de Montgomery, la capital de Alabama.
Aquella forma de apartheid persistió por un siglo. En 1962 y 1963, lo defendieron al grito de “segregación ahora y siempre” los gobernadores de Mississippi, Ross Barnet y de Alabama, George Wallace, quienes intentaron impedir el ingreso de estudiantes negros a las universidades de sus respectivos estados.
La lucha de Luther King y el reformismo de John Kennedy y Lyndon B. Johnson enterraron las leyes segregacionistas, aunque el racismo quedó agazapado en los estamentos policial y judicial.
Puede no ser mayoritario entre policías y jueces, pero tiene una presencia notable. Si un policía negro comete excesos contra blancos, lo imputan de inmediato. Pero cuando al exceso lo cometen policías blancos contra negros, las imputaciones recién llegan cuando comienzan a arder las barricadas.
Así ocurrió en 1991 con los agentes que lincharon al taxista negro Rodney King en Los Angeles. Los disturbios estallaron cuando quedó claro que los autores de la brutal golpiza no habían sido imputados.
Con más prejuicios raciales que pruebas, en 1989, magistrados neoyorkinos encarcelaron a cinco adolescentes de Harlem por una violación en el Central Park, que no habían cometido. La lista de víctimas del racismo policial con complicidad judicial es interminable y la semana pasada sumó la muerte de George Floyd en Minneapolis.
Si Trump tuviera más comprensión de lo que ocurre, habría hecho lo que están haciendo muchos policías frente a manifestantes pacíficos: hincarse.
El símbolo gesto antirracista de hincarse fue iniciado por deportistas norteamericanos contra actitudes de Trump.
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Los agentes que se arrodillan denuncian el racismo que corroe la Policía. En lugar de hacer gestos como ese, Trump quiere declarar terroristas al grupo Antifa.
El grupo Antifa. El nombre de ese activismo anarquista viene de Acción Antifascista, grupos de choque del Partido Comunista alemán que enfrentaban al nazismo que crecía contra la República de Weimar.
En las últimas décadas, la nominación fue reflotada por grupos anarquistas ante la irrupción del neonazismo en Alemania y en países nórdicos, irradiándose también a Norteamérica.
Lo que dificulta considerar terrorista a Antifa es que esa consideración se aplica cuando hay financiación externa. ¿Por qué? Probablemente para justificar que nunca se haya declarado terrorista al Ku Klux Klan y a las milicias del supremacismo blanco.
Esas organizaciones violentas, de las que surgieron terroristas como Timothy McVeigh (autor de la masacre de 1995 en Oklahoma), fomentan el odio racial y acusan a la ONU de controlar el Gobierno, poniéndolo al servicio “del marxismo y el judaísmo internacional”.
Durante los violentos sucesos de 2017 en Charlottesville, Virginia, Trump puso a los supremacistas blancos en pie de igualdad moral con los manifestantes antirracistas.
Eso también explica las barricadas ardientes de estos días de furia.