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Por Claudio Fantini. Una mirada detenida sobre el gabinete de Alberto Fernández -que asumirá hoy- revela la jugada estratégica de Cristina Fernández. Mientras las miradas de los analistas se centraba en los ministerios político (Interior) y de Economía, que normalmente constituyen el centro del poder, un dato clave pasó casi inadvertido: la designación de Tristán Bauer en el Ministerio de Cultura.
Esa ficha movida por Cristina Fernández parece revelar la concepción que tiene sobre su rol en el nuevo gobierno. Y esa concepción da sentido a su decisión de faltar a un encuentro promovido por la Iglesia que tuvo una fuerte y positiva repercusión: la “misa antigrieta” en la que Mauricio Macri y Alberto Fernández, aparecieron juntos, con sus respectivas primeras damas, abrazándose, conversando y escuchando la ceremonia religiosa.
La aprobación a la iniciativa de la Iglesia fue generalizada. Pero hubo una ausencia notable, visibilizada por la presencia de la vicepresidenta saliente, Gabriela Michetti. La ausente fue Cristina Fernández, quien para remarcar el mensaje político de esa ausencia, faltó sin aviso.
¿Cuál fue su objetivo? ¿Sintió que la minimizaba compartir el segundo plano con Gabriela Michetti o evitó aparecer en retratos de concordia política?
Si su prioridad hubiera sido sumarse a un gesto destinado a promover la calma social y el entendimiento político, la nueva vicepresidenta habría acudido al encuentro que actuó como un remanso para la mayoría de los argentinos. Pero si su prioridad es alimentar la imagen de liderazgo intransigente y combativo, la decisión se basó en la misma razón por la que no entregó a Macri el bastón de mando en 2015.
El nombramiento de Tristán Bauer como ministro de Cultura resulta crucial para el plan de Cristina Fernández de «ganar la batalla cultural».
La construcción del liderazgo kirchnerista contó con ideólogos que diseñaron la propaganda y las políticas educativas, culturales y de medios basándose en Antonio Gramsci. Según el lúcido teórico del marxismo italiano, conquistar la hegemonía cultural es tanto o más importante que gobernar.
También Raúl Alfonsin tuvo un ala gramsciana. Asesorado por Juan Carlos Portantiero y Francisco Aricó, levantó banderas como la “ética de la solidaridad”, relacionada con el pensamiento de Gramsci en cuanto a imponer valores en la sociedad.
Lo que interesa al kirchnerismo de la visión gramsciana es la homogeneidad de un sector para que se imponga en la confrontación.
La cultura es la dimensión donde se construyen los liderazgos, porque allí se amasa la mística política. Por eso el sector que sigue al kirchnerismo es una minoría intensa, cuya valoración de los líderes y su identificación con ellos son tan grandes que se parecen a un sentimiento religioso.
Cuando dirigió el sistema de medios en el gobierno de Cristina Fernández, Bauer se caracterizó por la ideologización de contenidos hasta en las señales infantiles. El premiado cineasta cuenta entre sus producciones con trabajos como “El Camino de Santiago, desaparición y muerte de Santiago Maldonado”.
Su designación es para Cristina Fernández igual de estratégica que la de Carlos Zannini como Procurador del Tesoro. En los cuatro años que pasó en el llano, el aparato cultural K invernó en medios de comunicación y en secretarías y direcciones de Cultura de provincias y municipios.
Cristina Fernández preservó ese aparato cultural-propagandístico en estado vegetativo. Y el control del Ministerio de Cultura de la Nación le permitirá desplegarlo, para que alimente en las bases la adhesión casi fanática a Cristina Fernández, así como la creencia en la versión de los hechos que ella plantea.
La comprensión tardía de la política K en cultura y propaganda, hizo que Macri impulsara un “relato” propio mediante actos y discursos que dejan un álbum de postales idílicas de su gestión, adecuado a los grupos sociales que lo apoyan con resignado fervor.
El relato K, que con Bauer alimentará la fuerza de Cristina Fernández en el gobierno, utiliza un combustible más potente: el ideologismo con culto personalista.