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Por Claudio Fantini. La dirigencia política del Brasil buscó exorcizar de su imagen pública los demonios que la afearon, encendiendo una hoguera para sacrificar un chivo expiatorio en su fuego purificador. Ese chivo expiatorio ofrecido en sacrificio es Dilma Rousseff.
Si la política brasileña llegó hasta semejante frontera, no es porque de verdad se justifique el juicio político contra la presidenta, sino porque una dirigencia envilecida por la corrupción y sumergida en un trance histérico de “sálvese quien pueda”, busca salir -por esa vía- de una encrucijada que no tiene que ver con las verdaderas razones de un impeachment.
En otras palabras, la dirigencia que empujó a Dilma hacia afuera del Planalto, actuó como los aldeanos medievales que, azolados por la peste, aplaudían que la Inquisición quemara alguna persona acusada de bruja o hereje, a la espera de que ese acto brutal alejara el mal que los atormentaba.
La única razón objetiva contra la continuidad de la presidenta no es jurídica y constitucional, sino política: a Dilma Rousseff se le diluyó la totalidad del liderazgo por la crisis económica. Y tan políticamente débil, carece del músculo necesario para sacar a Brasil del pantano recesivo en el que está hundiéndose hace tiempo.
No hubo una conspiración golpista del “gran capital” contra el gobierno petista, porque ni Lula ni Dilma atacaron nunca los intereses de las grandes empresas ni impulsaron políticas populistas como las que rigieron en la Argentina y como las que pusieron a Venezuela a languidecer.
La única razón objetiva contra la continuidad de la presidenta no es jurídica y constitucional, sino política: a Dilma Rousseff se le diluyó la totalidad del liderazgo por la crisis económica.
Lo que hay es un complot urdido sobre la marcha por la misma dirigencia que antes la había acompañado y que, de no haber caído en un caótico “sálvese quien pueda”, alentado por la crisis económica y el escándalo de corrupción que mancha a todos los partidos por igual (el petrolao), la habría seguido desde sus cómodos lugares en la coalición gubernamental.
El empresariado, y en especial el paulista, se inclinó por la salida de Dilma vía impeachment, pero no porque de verdad crea que hay razones objetivas para tal procedimiento, sino porque no ve que Dilma esté en condiciones de recuperar gobernabilidad. Por ende, con ella en la presidencia, Brasil seguiría hundiéndose en el pantano de la recesión.
La razón del empresariado, como la del grueso de la sociedad que en las encuestas se mostraba a favor del juicio político, es económica, no jurídica ni constitucional.
De todos modos, no es menor la culpa de la propia Dilma en semejante deriva. La crisis económica, verdadera causa de la crisis política que impulsó el impeachment, se originó en el maquillaje con el que la presidenta intentó ocultar, en su primer mandato, el impacto del final del viento de cola que producía China.
Fue entonces cuando debió implementar los ajustes que, tarde y sin fuerza, intenta ahora. En lugar de eso, lo que hizo fue mantener el consumo sin hacer recortes en ningún área, mediante el uso de fondos públicos y la banca estatal.
Si apostaba a que el viento de cola volviera pronto, se equivocó y ahora paga su error de un modo desmesurado. Los partidos que huyeron de la coalición gubernamental, como las ratas huyen de los barcos que se hunden, no reclamaron en aquel momento al gobierno -del que formaban parte- que hiciera las reformas necesarias para mantener el equilibrio fiscal. Ergo, fueron cómplices del desvío económico que condujo a la actual crisis.
Sin embargo, en las votaciones -los ex aliados de Dilma- levantaron las manos como si, desde sus respectivos lugares en la coalición de gobierno que encabeza el PT, hubieran hecho lo imposible por evitar aquel desvío producido en su primer gobierno.