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Por Claudio Fantini. Al decidir que uno de los grandes símbolos de la cristiandad -la basílica de Santa Sofía- se convierta en una mezquita, el presidente de Turquía, Recepv Tayyip Erdogan, no sólo avanza hacia una confrontación cultural y religiosa, sino que también supone un portazo final a la pretensión turca de integrarse a la Unión Europea (UE). Pero más relevante que el distanciamiento definitivo con Bruselas, es el peligro de generar una nueva ola de odio cultural y religioso.
Esa ola llevó que -a principios de siglo- el politólogo Samuel Huntington teorizara sobre un “choque de civilizaciones”.
En el mismo puñado de días que cede al Islam la basílica de Santa Sofía, Erdogan se alinea con Azerbaiján en la peligrosa escalada de tensión que ese estado musulmán mantiene con Armenia, su vecino cristiano en el Cáucaso, con el que sostiene una antigua disputa por Nagorno-Karabaj, enclave habitado por armenios dentro del territorio azerí.
El fantasma de Mehmet II sobrevoló el Bósforo, cuando Erdogan firmó los documentos que vuelven a convertir en mezquita a la basílica Santa Sofía, iglesia que hizo construir Justiniano I y, casi cinco siglos más tarde, Atatürk transformó en museo para que no sea un punto de fricción entre musulmanes y cristianos.
El presidente de Turquía da un paso hacia el conflicto entre culturas religiosas que planteó la teoría de Samuel Huntington en el libro “Choque de civilizaciones”.
En el siglo XV, el sultán Mehmet conquistó Constantinopla y convirtió a Santa Sofía en templo islámico, hasta que en la revolución laica de Mustafá Kemal, Atatürk la transformó en espacio de encuentro, no de choque entre religiones.
Con esa acción secular, el padre de la Turquía moderna hizo honor al nombre del antiguo y monumental edificio, que no hace referencia a una santa llamada Sofía, sino a la versión latina de la palabra griega “sophos”, que significa conocimiento, en el sentido de sabiduría.
El templo que Justiniano I dedicó al Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento, ha vuelto a ser lo que fue durante 480 años: una mezquita. Recep Tayyip Erdogán se la entregó a Diyanet, el órgano religioso del Estado.
No es el primer paso en su avance sobre los templos cristianos. El sultánico presidente turco ya había convertido en mezquitas muchas iglesias de los cristianos ortodoxos griegos y armenios, además de pasar a la órbita del Diyanet el Museo de Nicea, en la actual Iznik. Allí, convirtió en un centro islámico de oración a la basílica donde tuvo lugar el Concilio del siglo IV que promulgó el primer Código de Derecho Canónico.
Santa Sofía tiene visibilidad mundial. Su presencia en la dimensión cultural es tan notable, como su formidable arquitectura en las postales de Estambul.
Si Netanyahu estatizara el Domo de la Roca y convirtiera en Sinagoga la Mezquita de Al-Aqsa, sería considerado, con razón, una afrenta inaceptable para los musulmanes. Si bien no es equiparable, lo que hizo Erdogan con Santa Sofía está en la misma dimensión.
El partido del presidente turco se presentaba ante el mundo como el equivalente musulmán a la democracia cristiana en Europa. Abdullhá Gül, uno de los impulsores del AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), no se apartó de esa visión en la que la religión aporta valores que guían la política, pero no impera sobre la sociedad ni se apropia del Estado para clausurar la diversidad religiosa, cultural y política.
Por eso, empezó a ser desplazado del escenario político cuando Erdogan inició la construcción de un liderazgo hegemónico y personalista. Ese proceso se aceleró con el intento de golpe de Estado que Erdogan, tras aplastarlo, convirtió en su propia Toma de la Bastilla y en argumento para justificar la persecución de disidentes y para practicar la censura.
La islamización de Santa Sofía es otro zarpazo a la diversidad en Turquía. Una muestra de populismo religioso para desviar la atención de la crisis económica que está causando la pandemia.
Qué hacer, se preguntan las democracias europeas y sus aliados occidentales, también culturalmente cristianos. El alto representante de la UE en Política Exterior y Seguridad, Josep Borrell, dejó en claro que no se puede actuar con la credulidad de Chamberlain hacia Hitler, pero tampoco como Juan de Austria, cuando en el siglo XVI condujo la flota de la “Liga Santa” que derrotó a la armada otomana en la batalla de Lepanto.