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Por Claudio Fantini. Mientras contaban 11 cadáveres y recogían decenas de heridos en el subterráneo de San Petersburgo, a toda Rusia la recorría la convicción de que a la masacre fue obra del ultraislamismo. La tensa cumbre que poco más tarde mantendrían los presidentes ruso y de Bielorrusia prometía tensión.
Al contrario de las intenciones del jefe del Kremlin, Aleksandr Lukashenko lleva meses maniobrando para acercar Bielorrusia a las potencias de Occidente. Pero la única motivación que pudo aportar esa reunión al atentado era la presencia de Vladimir Putin en la antigua capital del imperio.
La diferencia con otros ataques en Rusia es que en San Petersburgo hubo bombas y no atacantes suicidas.
Fue precisamente en San Petersburgo donde Pedro el Grande inició la expansión territorial que traería interminables guerras entre cosacos y tártaros.
También desde esa ciudad, Catalina II ordenó al príncipe Potemkin conquistar los kanatos (principados o reinos) del Oeste hasta poner en manos de Rusia la Península de Crimea. En rigor, los enfrentamientos habían comenzado con Iván el Terrible creando el Estado ruso a partir del Gran Ducado de Moscovia, y acrecentando el territorio a costa de los kanatos de Kazán y Astrakán.
Más cerca en el tiempo vendrían las limpiezas étnicas de Stalin en el Cáucaso musulmán. Después, con la desintegración soviética, estalló el independentismo checheno que desafió a Moscú y se contagió a las musulmanas Ingushetia y Daguestán.
Tras las derrotas rusas bajo el gobierno de Yeltsin, llegó Putin y su guerra de tierra arrasada que diezmó el separatismo musulmán caucásico. Desde entonces, los independentistas mutaron al peor terrorismo, cometiendo masacres como la perpetrada en el teatro Dubrovska y la de decena de niños, madres y maestras en una escuela de Beslán, Osetia del Sur.
La diferencia con lo ocurrido en San Petersburgo, es que ayer hubo bombas y no atacantes suicidas.
Putin también tiene enemigos que no son musulmanes, pero la cuestión caucásica y la intervención rusa en Siria, convierten a Rusia en un blanco permanente del más sanguinario y brutal terrorismo ultraislamista.
Ese jihadismo que prefiere blancos civiles y que, en definitiva, da al despótico presidente argumentos para incrementar el accionar de los aparatos de inteligencia auscultando la sociedad.