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Por Claudio Fantini. El carnaval fue una postal política de Brasil. A sólo dos meses de haber asumido la Presidencia, Jair Bolsonaro y su gobierno fueron el principal blanco de las sátiras realizadas por comparsas y batucadas en casi todas las ciudades del país. Las comparsas brasileñas, como las murgas en Uruguay, canalizan la crítica política y social. Pero esa mirada inquisidora normalmente va más allá de la persona del gobernante.
No es común que un presidente sea satirizado en un número importante de desfiles. Mucho menos a tan poco tiempo de iniciada su gestión.
Ocurrió con Bolsonaro y fue una señal más de la veloz opacidad. A la sensación de un gobierno errático, se sumaron las agachadas del “superministro” de Justicia e Interior, Sergio Moro, quien es, junto con el titular de Economía, Paulo Guedes, una parte esencial del gobierno.
De por sí, ya había generado grandes dudas que Moro aceptara ser ministro de Bolsonaro. Sucede que las medidas judiciales que Moro había implementado como juez fueron cruciales para que el dirigente ultraderechista se convirtiera en presidente. Si en algo debía concentrarse el magistrado de Curitiba era en preservar el prestigio del Lava Jato y mantener esa ofensiva judicial contra la corrupción política, libre de toda sospecha.
Las críticas en el carnaval a Bolsonaro fueron simultáneas a la caída de la imagen de uno de sus ministros estrella, Sergio Moro.
Pero actuó en sentido contrario, al aceptar ser parte del poder ni bien el presidente electo le ofreció un cargo en su gabinete.
Primero, se negó a actuar en el caso de los turbios movimientos de grandes cantidades de dinero en el sistema bancario que involucraron al hijo del presidente Flavio Bolsonaro. A esas maniobras las detectó el Consejo de Actividades Financieras, un organismo que depende de su ministerio.
A renglón seguido, desactivó una de sus iniciativas más promocionadas: aumentar las penas para el delito de financiación ilegal de campañas electorales, la llamada “Caja 2” en la jerga judicial.
Moro había explicado que la financiación ilegal de las campañas era la peor de las corrupciones políticas, porque de ella se derivaban las demás. Sin embargo, ante la presión de los partidos oficialistas, el ex juez dio marcha atrás.
Hizo lo mismo con su convocatoria a Ilona Szabó a integrar el Consejo Nacional de Políticas Criminales y Penitenciarias. Como las bases más fanáticas de Bolsonaro estallaron en las redes sociales, acusando a la prestigiosa politóloga de “izquierdista” por oponerse al libre acceso a las armas, el presidente le exigió a su “superministro” que la desconvocara. Y Sergio Moro obedeció.
Ver al juez que encarceló a Lula actuar con genuflexión y poner la marcha atrás en cuestiones que él mismo señalaba como cruciales para combatir la corrupción, hizo que muchos brasileños se preguntaran sobre el encarcelamiento del ex presidente.
Para colmo, en el mismo puñado de días, otro hijo de Bolsonaro tuiteó mensajes repugnantes para que la Justicia no le permitiera al líder del PT asistir al funeral de su nieto.
Hace un mes, Lula pidió permiso para asistir al funeral de su hermano mayor. No se lo dieron. Ahora reiteró el pedido, esta vez para despedir a Arthur, su nieto de 7 años, quien falleció por una meningitis fulminante. Y Carlos Bolsonaro se dedicó a vomitar en las redes sociales su desprecio por el ex presidente, tratándolo de “ladrón” y reclamando que no se le concediera el permiso.
Fue una brutal demostración de crueldad contra un abuelo devastado. Pero el presidente, que debió enviar sus condolencias al ex mandatario encarcelado, ni siquiera cuestionó públicamente la conducta abyecta de su hijo.
Pero ni las sátiras carnavalescas ni el veloz eclipse de la imagen de Sergio Moro, afectaron tanto la imagen del clan Bolsonaro como esa exhibición de sentimientos oscuros y truculentos.