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Por Claudio Fantini. El fallo de la Cámara Federal que el ex fiscal Alberto Nisman fue asesinado y lo vinculó a la denuncia que ese fiscal había presentado contra la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner, debiera ser un acontecimiento electrizante. Sin embargo, está claro que en el país hace tiempo que no caben dudas de ambas cosas. ¿Cuál es la razón de la certeza general ? La conducta extraña, virulenta y oscura de la ex mandataria y de sus principales colaboradores a partir del hallazgo del cadáver del magistrado.
Por cierto, que Nisman muriera a pocas horas de presentarse en el Congreso a explicar su gravísima denuncia de encubrimiento a los autores de la masacre en la AMIA y que los denunciados fueron la ex presidenta, el ex canciller y un puñado de turbios miembros de su aparato político, permite sospechar de inmediato que no se suicidó, sino que lo mataron.
La siguiente conclusión lógica -aunque no necesariamente cierta- es que la razón del crimen está vinculada al hecho que lo había puesto en el ojo de la tormenta argentina del momento: su denuncia contra la gobernante.
Fue notable la visible turbación que la noticia provocó en Cristina Kirchner, las contradicciones en las que incurrió y la insólita campaña de desprestigio contra Nisman.
Sin embargo, lo que apuntaló aún más esa certeza a primera vista (que podía y puede ser errónea, total o parcialmente, aunque constituyera la más lógica primera impresión), fue la visible turbación que la noticia provocó en Cristina Kirchner, las contradicciones en las que incurrió y la insólita campaña de desprestigio que el poder kirchnerista puso en marcha de inmediato contra el fiscal asesinado.
Hasta por una cuestión de inteligencia y de imagen, lo que tenía sentido es que el Gobierno transmitiera las condolencias a la madre, a las hijas y a la ex esposa. Pero no hubo ningún tipo de saludo, ni siquiera los que correspondían por protocolo, siendo la víctima un alto funcionario del Estado.
En lugar de eso, lo que hizo la ex presidenta fue destilar públicamente su rencor hacia el muerto y lo que hicieron las usinas del kirchnerismo fue lanzar una campaña virulenta para sembrar dudas sobre esa muerte, por ejemplo, al plantear que mantenía una relación homosexual con la persona que lo habría asesinado), y para enlodar la imagen Nisman.
Se intentó mostrarlo como un mujeriego empedernido; también como un delirante que se mató al tomar conciencia de que su denuncia contra Cristina Kirchner era a todas luces ridícula e insostenible.
Nada resulta más revelador de algo oscuro y truculento que el ensañamiento con un cadáver. Y eso hicieron Cristina Kirchner y sus colaboradores más cercanos. Que un ministro poderoso como lo era Aníbal Fernández saliera a decir que la madre del magistrado recién asesinado debía estar presa, constituye una desmesurada tan brutal y descabellada, que no podía más que acrecentar la sensación de que el Gobierno estaba en estado catatónico y se había lanzado a linchar a la víctima en lugar de colaborar con la dilucidación del crimen y la captura del victimario.
Eso era lo único que debían hacer el Gobierno y la dirigencia kirchnerista. Pero, en lugar de eso, pusieron el aparato de propaganda a plagar Buenos Aires de afiches ridiculizando al fiscal como parte de una gran campaña de difamación.
Todo eso fue visible. Cristina Kirchner y su gente no pudieron disimular. Ni siquiera lo intentaron. ¿Implica esto la certeza de que ella es la culpable del crimen? No.
Todo eso fue visible. Cristina Kirchner y su gente no pudieron disimular. Ni siquiera lo intentaron. ¿Implica esto la certeza de que ella es la culpable del crimen? No. Lo que implica es que entendieron, desde un primer momento, que el fiscal Nisman no se había suicidado, sino que había sido asesinado, precisamente, por su denuncia contra la jefa de Estado.
Cristina Kirchner pudo entrar en pánico al pensar que detrás del magnicidio podían estar los servicios de inteligencia iraníes u otros grupos allegados a la teocracia persa, o a su propio aparato de poder.
Por cierto, no se puede descartar nada. En todo caso, la mejor coartada que balbuceó Cristina Kirchner en aquellas horas de histeria, fue que alguien quiso tirarle un muerto para derribarla. Habría sido más inteligente mantener esa hipótesis, para nada descabellada.
Sin embargo, eligió ordenar el macabro linchamiento de un cadáver.