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Por Claudio Fantini. Que Lula quede fuera de la contienda electoral de la forma en que está ocurriendo, no es una buena noticia para Brasil y tampoco para Latinoamérica. La histeria de la política de este tiempo, que divide todas las sociedades en bandos que se aborrecen, está empujando al líder de la izquierda del Brasil a un sitio que hace mucho había abandonado: la radicalidad.
Lula no era el Chávez ni el Fidel Castro brasileño. Por eso, la consigna más gritada por la izquierda dura, a fines de los ’90, era “Chávez sí, Lula no”.
Luiz Inacio Lula da Silva era el Felipe González del gigante sudamericano. El socialista andaluz fue quien sacó al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) del marxismo y lo hizo socialdemócrata, convirtiéndolo en la fuerza política que gobernó España y la llevó a la prosperidad y a la integración europea.
Sin Felipe González, la transición democrática española, su ingreso a una Europa que mientras imperó el franquismo la marginaba, y su construcción de prosperidad capitalista, no se hubiesen concretado con tanto éxito. No sólo por el liderazgo y la cintura de estadista que tuvo “Felipillo”, sino porque el gobierno del PSOE le mostró al mundo empresarial que también la izquierda española avalaba el modelo político-económico de la Europa occidental, por lo tanto la vía hacia el modelo europeo estaba garantizada.
Lula fue uno de los invitados extranjeros al congreso en el que el PSOE resolvió abandonar el marxismo y el rechazo a que España entre a la OTAN, entre otras cosas. El entonces joven sindicalista brasileño dijo que ese mismo giro político era el que él pretendía para su partido.
Fernando Henrique Cardoso mostró gratificación cuando Lula se convirtió en su sucesor, porque esperaba de él lo que le faltaba a la izquierda de Brasil para que el país resultara confiable para las empresas y los negocios. Lula jugó el rol de garante de que invertir en ese país no implicaba correr riesgos por cuestiones ideológicas.
Los dos mandatos de Lula fueron exitosos. Le faltó desmantelar el vicio político de la financiación ilegal de los partidos y de los acuerdos políticos.
El aparato de corrupción que alimentaba la partidocracia no sólo siguió funcionando durante los dos mandatos exitosos de Lula. Además, se incrementó.
Lula dio incluso un paso más: lo internacionalizó. El ex presidente fue el gran lobbista de las principales empresas brasileñas, promoviendo su instalación en los países vecinos. Algunas de esas empresas –Odebrecht y OAS, entre otras- actuaron igual que en Brasil: financiaron campañas electorales y sobornaron gobiernos para quedarse asegurarse licitaciones.
Posiblemente, Lula sabía de estas prácticas contaminando la política de la región pero, desde la perspectiva nacionalista, se cumplían dos objetivos: favorecer a empresas brasileñas y aumentar la influencia de Brasil en la región.
Ciertamente, eran prácticas oscuras. De todos modos, está claro que en Brasil la corrupción y la financiación ilegal de la política no comenzaron con Lula. En cambio no está claro que Lula se haya valido de ella para el enriquecimiento ilícito.
Hay otra diferencia entre Lula, el chavismo y el kirchnerismo. Los líderes chavistas y kirchneristas se enriquecieron de manera obscena, mientras que al líder obrero brasileño se lo acusa de haber recibido sobornos mediante pruebas que, por lo menos, resultan forzadas.
Cuando Lula sucedió a Fernando Henrique Cardoso, convenció rápidamente al empresariado que no debía temerle. La élite económica y los grandes medios de comunicación fueron sus aliados.
Ahora, Lula siente que esa élite lo traicionó. Y en alguna medida tiene razón. Por eso, la única opción que le queda es radicalizarse. Volver a la trinchera del izquierdismo duro que había abandonado para convertir al PT en un moderado partido de gobierno, y para forjar las alianzas que forjó con la centroderecha y con la derecha.
No se trata de afirmar que es inocente en términos judiciales ni que es un “perseguido político”, como dicen (a izquierda y derecha) los que son acusados de corrupción. Se trata sólo de entender que su culpabilidad, no mucho mayor a la del grueso de la dirigencia política y empresarial, ha creado una situación negativa para Brasil.
Cuando la cárcel sea el destino inexorable y la Presidencia un objetivo inalcanzable, a Lula no le quedará más opción que aceptar su muerte política o recrear una izquierda dura.
Para el hombre común, lo que está a la vista es que a Dilma Rousseff no la dejaron terminar su mandato y que legisladores salpicados de corrupción destituyeron a una presidenta que no lo estaba. También está a la vista que Michel Temer, a pesar de estar mucho más manchado por la corrupción que Dilma, ha podido mantenerse en el cargo y no está en el banquillo de los acusados.
Por contrapartida, el obrero que salió de la miseria y llegó a la Presidencia encabezando gobiernos que elevó a muchos millones de pobres a la clase media, fue acusado y condenado a doce años de prisión.
Esa postal en la que un hombre rico y turbio puede conservar la Presidencia que le quitaron a una mujer más transparente y por la que no podrá competir Lula, a pesar de encabezar todas las encuestas, genera un descreimiento de los amplios sectores de la sociedad que no están observando ciertos detalles relevantes.
Para una gran porción de la sociedad, los jueces y la clase política están proscribiendo a Lula. Esa sensación, en alguna medida acertada y en alguna medida equivocada, acrecentará el descreimiento en las instituciones democráticas y en el Poder Judicial.
A la vez, cuando la cárcel sea el destino inexorable y la Presidencia un objetivo inalcanzable, a Lula no le quedará más opción que aceptar su muerte política, o retomar la iniciativa.
Si decide lo segundo, que es lo más probable, habrá una nueva versión del líder sindical que ocupó la Presidencia. Y el nuevo Lula no será el Felipe González del Brasil, sino el líder de una izquierda radicalizada que no busca consensos sociales y políticos, sino confrontación clasista.