Por Claudio Fantini (Periodista, politólogo y docente de la UES 21, @ClaudiooFantini). Tras la muerte de Clemente IV en 1268, pasaron tres largos años con el trono de Pedro vacante porque los cardenales no lograban acordar la elección de un nuevo Papa. El condotiero de Viterbo, donde deliberaban los cardenales, decidió encerrarlos con las puertas clausuradas con clavos, alimentándolos a pan y agua, para apurarlos a decidir un sucesor. Los cardenales enclaustrados se apuraron y eligieron a Gregorio X.
Por aquel enclaustramiento, desde entonces las elecciones de los papas se llaman cónclaves (cum clavis, que significa bajo llave). Y el Pontífice surgido en Viterbo lo estableció como método de elección papal, a través de la bula «Urbi periculum».
A lo largo de la historia, los cónclaves han dirimido pujas entre facciones de la Iglesia. Sobre todo en el Renacimiento, las terrenales cuestiones de poder gravitaron sobre la elección de los pontífices. Pero muchos cónclaves han sido escenarios de intensos debates filosóficos y teológicos. La profundidad del debate está dado por la solidez teológica de los grupos que chocan en cuestiones referidas al dogma y al mensaje evangélico.
Lamentablemente, hay fuertes indicios de que el cónclave que elegirá al sucesor de Benedicto XVI será más terrenal que divino, porque lo dominarán cuestiones mundanas.
La elección de Pablo VI tras la muerte de Juan XXIII y las dos siguientes, surgieron de cónclaves dominados por el debate teológico y político. Hasta entonces, confrontaban sus diferentes visiones el ala conservadora, partidaria de censurar las interpretaciones que difieran de la ya establecida sobre el dogma, y el ala progresista, partidaria de abrir el debate en todos los ámbitos, desde la política eclesiástica hasta el mismísimo mensaje evangélico.
Pero con Wojtila y Ratzinger, se consolidó -tanto en la curia como en el colegio cardenalicio- la hegemonía de la visión conservadora. Esa posición hegemónica dominará este cónclave, dejando sólo espacio al debate sobre políticas, finanzas y reformas estructurales.
Los favoritos, ya sea el brasileño Odilo Scherer, el canadiense Marc Ouellet o el italiano Angelo Scola, responden o bien a la curia o bien a las poderosas organizaciones paraeclesiásticas que tendrían que ver en los escándalos tanto sexuales como financieros que ensombrecen a la Iglesia Católica.
La curia romana es la burocracia que controla los dicasterios, que son las instituciones ministeriales de la estructura vaticana y que, por propia naturaleza, es partidaria del statu quo. Mientras que las organizaciones paraeclesiásticas, particularmente el Opus Dei, Comunión y Liberación y los Legionarios de Cristo, aparecen involucradas, las dos primeras en cuestiones financieras turbias del IOR (banca vaticana), y la tercera a la impunidad que protege las perversiones sexuales que tanto han dañado a la Iglesia.
De tal modo, el pontífice que saldrá de este cónclave responderá, o bien a la curia o bien a los poderes externos que tanto y tan oscuramente gravitan sobre los cenáculos eclesiásticos.
Por eso la mejor noticia es que la fumata blanca anuncie a un hombre dispuesto a continuar los intentos que, desde la debilidad, hizo Benedicto XVI para transparentar las finanzas poniendo fin a la corrupción en cuentas y licitaciones, y a descorrer los velos de impunidad que permitieron la expansión de gangrenas como la perversión sexual.