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Por Claudio Fantini. El “renacer del Islam desde Bujará hasta Al Andaluz”, que el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogán, proclamó en árabe al convertir en mezquita Santa Sofía, podría estar asomando en Transcaucasia. Ahora, empujó a Azerbaiján a una guerra contra el enclave armenio de Nagorno Karabaj. Abandonados por sus aliados naturales, los habitantes que reconocen en Armenia su inspiración, se quedaron solos y jaqueados por quienes quieren arrancarlos de sus tierras ancestrales.
En las montañas a las que llaman Artsaj, como aquella décima provincia del antiguo reino de Armenia, volvieron a incursionar ejércitos empujados por un déspota de Turquía.
Las potencias de Occidente miraron para otro lado cuando los blindados de Azerbaiyán avanzaron sobre Nagorno Karabaj.
La ofensiva ordenada por el presidente Ilham Aliyev contó esta vez con una superioridad militar abrumadora sobre las fuerzas que defienden Nagorno Karabaj y sobre el ejército de Armenia.
La clave del triunfo turco-azerí estaba en que Rusia no se interponga y el Grupo de Minsk -integrado por Moscú, Washington y París- no presione sobre la capital turca y Azerbaiyán para que detengan las acciones.
Así ocurrió. Las potencias occidentales dieron la espalda a los armenios, mientras Vladimir Putin les hacía lo mismo que Donald Trump le hizo a los kurdos aliados de Washington en el conflicto sirio: abandonarlos a su propia suerte.
Rusia y Armenia son aliados militares por el Tratado de la Organización de Seguridad Colectiva (OTSC), firmado en 1992 en el marco de la fallida Comunidad de Estados Independientes (CEI), que también integran Bielorrusia, Kazajstán, Tadjikistán y Kirguizia.
Ninguno movió un dedo durante la ofensiva contra los armenios. El Kremlin puede alegar, con fundamento, que la OTSC habría actuado si hubieran atacado el territorio de la República de Armenia, cosa que para Moscú y los demás miembros no ocurrió porque no reconocen a Nagorno Karabaj como parte de Armenia.
Es cierto. Tras la guerra concluida en 1994, el enclave no logró ser anexado a Armenia. Pero eso no justifica la inacción del Kremlin frente a la ofensiva turco-azerí. Ni siquiera desde la perspectiva del nacionalismo ruso que encarna Putin se explica la lentitud pasmosa con que actuó.
Esta vez los “tártaros” se adentraron en tierras custodiadas por “cosacos” ante una Rusia paralizada.
Erdogán extendió su influencia a Transcaucasia sin que Putin reaccionara de manera acorde al nacionalismo territorial que expresa cuando una fuerza externa se aventura en el hinterland ruso.
Como si entre el jefe del Kremlin y el hombre fuerte de Ankara hubiese un pacto secreto por el cual los armenios fueron traicionados.
La historia muestra el peligro que corren los armenios de Artsaj. Cuando el imperio ruso comenzó a descomponerse, las masacres que el sultán Abdul Hamid II había iniciado contra los armenios de Anatolia a fines del siglo 19, se extendieron hasta Transcaucasia.
Empujado por Erdogán y con el respaldo de Turquía, Azerbaiján reinició la guerra y esta vez logró su cometido, dejando a los armenios en peligro de nuevas limpiezas étnicas.
Lenin le quitó Najivechan a la República Soviética de Armenia para convertirla en república autónoma dentro de Azerbaiján, un estado soviético con población turca y musulmana. En poco tiempo, Najicheván quedó vaciada de armenios.
En 1923, Stalin puso Artsaj bajo soberanía azerí con el nombre de Nagorno Karabaj. Mientras existió la Unión Soviética y las dos repúblicas transcaucásicas la integraban, los armenios no corrieron grandes riesgos.
Pero cuando en la década del 1980, la URSS empezó a desintegrarse, los armenios de Artsaj temieron quedar bajo plena soberanía de un estado turco y musulmán. Justificaba ese temor una historia plagada de pogromos, masacres y limpiezas étnicas.
Por eso, proclamaron la secesión y combatieron contra el ejército azerí hasta vencerlo en 1994. No lograron anexarse a Armenia, pero consiguieron una independencia de facto.