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Por Eugenio Gimeno Balaguer. El conflicto tiene su origen en un bien o valor que se quiere alcanzar o conservar, o en un mal que se quiere evitar. La sociedad está llena de conflictos por su propia naturaleza, por las dinámicas de sus actores. No podemos comprender un conflicto sin conocer los valores que se intentan poner a salvo.
En distintas etapas de la humanidad, la fuerza, por un lado, y la religión, por el otro, intentaron mediar para zanjarlos. Hoy, se pone la esperanza en la ley y la justicia como sistemas visibles, pero habría que ocuparse de las cosas que trasmitimos y transferimos de modo implícito, por acciones y omisiones, por los modos de organizar, por las normas y las prioridades, por su evolución y consideración y tantas otras “cosas invisibles”.Las disfunciones sociales, entre ellas el conflicto, debemos relacionarlas con los “sistemas invisibles” que practicamos.
La persona prejuiciosa sólo percibe la información que corrobora su prejuicio, con lo que se ha inmunizado contra toda posible crítica, su pensamiento no es libre. Y todo esto ya predispone para el conflicto.
En el conflicto son las personas las que sufren por ser maltratadas, afrentadas, excluidas o ignoradas. Y la persona, no la ciudad, no la empresa, es el valor a cuidar.
La raíz del conflicto y de la intolerancia se hunde en la sobrevaloración de lo propio, que progresivamente lleva a un distanciamiento del otro. El otro pierde su individualidad y deja de ser alguien por quien se pueda sentir y pasa a ser un subhumano, un animal que quiere arrebatarme mis derechos y contra el que debo defenderme. Una vía de solución es descubrir el buen rumbo y ayudar a mantenerlo.
Los antiguos proponían hacer las cosas que el honor obligaba. Ésa era la base de la dignidad, que al reconocerse evitaba el conflicto ¿Podremos entenderlo? Y sobre todo, ¿podremos practicarlo?