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“Los efectos del cambio climático son graves y esa gravedad va en aumento”, dijo el titular de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-Moon, en 2007.
Y no es un problema lejano. La sequía del último verano y el fenómeno repetido de los inviernos cálidos en Córdoba así lo demuestran. ¿Qué nos espera?
Hoy, el daño ambiental sigue creciendo, y las naciones más pobres son las más afectadas. Las reuniones convocadas por la ONU para orientar la conducta mundial en el sendero de la no contaminación, no han sido capaces de generar respuestas concretas.
El actual clima en Estados Unidos en los últimos meses, que trae buenas noticias para nuestros granos, anticipa lo que podrían ser los más devastadores golpes del calentamiento global: inundaciones, diluvios, incendios, olas de calor, sequías.
Hace pocas semanas, un iceberg de dimensiones para muchos inimaginables, que mide más de la mitad de la ciudad de Buenos Aires (alrededor de 120 kilómetros cuadrados), se desprendió del glaciar Petermann, en la zona norte de Groenlandia. Hace apenas dos años, sucedió algo similar con otro trozo del glaciar, que duplicaba al del tamaño actual, cuya masa de agua hubiera servido para abastecer a Estados Unidos durante cuatro meses.
Aunque a escala más pequeña, el Gobierno de Córdoba dispuso la creación de un comité para evaluar el impacto de las tormentas de sal en la laguna Mar Chiquita, no sólo a nivel de producción y turismo, sino y fundamentalmente para conocer su incidencia en la salud humana y animal. El primer dictamen de la Comisión estableció que las tormentas no son dañinas para la salud humana, aunque sus efectos se mantendrán hasta octubre próximo.
Más allá de las buenas intenciones, quizá la respuesta al cambio global ya la dijo Tony Blair, ex primer ministro británico: “En lo relativo a las políticas de cambio climático, la cruda realidad es que ningún país estará dispuesto a sacrificar su economía para resolver el problema”.
Entonces, ¿que nos espera?