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Por Claudio Fantini. Un golpe militar, porque de eso se trata en definitiva, de un golpe militar, ha volteado de su cargo al presidente de Egipto, Mohamed Morsi, que formaba parte de una revolución inconclusa.
Tamarod es una palabra árabe que significa “rebélate”,que era la consigna de esa nueva inundación de jóvenes a la Plaza Tahir, el corazón de la revolución egipcia que derribó el régimen autocrático del general Hosni Sayyid Muabarak.
No sólo ese punto neurálgico de El Cairo estaba copado por multitudes que enfrentaban la represión policial. También la larga avenida que desemboca en el Palacio Heliópolis, sede de la presidencia del milenario país.
El reclamo era único y contundente: la renuncia del presidente Mohamed Morsi.
El dilema ▼
¿Era sensata la pretensión de derrocar a un mandatario, elegido por una amplísima mayoría de 13 millones de votos en las primeras elecciones plurales y libres que ha vivido esa república árabe en toda su historia?
La rebelión tiene razones inmediatas y profundas que no justifican la decisión militar de tumbar al gobierno; por lo tanto es golpista, aunque tenga respaldo mayoritario:
■ Crecimiento de la desocupación (ya en el 13%) y del precio de combustible.
■ La crisis energética que provoca constantes apagones
■ El paulatino copamiento de la estructura del Estado por parte de la Hermandad Musulmana, organización fundamentalista cuyo brazo político ganó las elecciones parlamentarias y presidenciales.
Es grave. Y más grave aun fue el intento de colocar como gobernador de la importante provincia de Luxor al ultraislamista Abdel Al Jayat, ex miembro del grupo terrorista Gama Islamiya. No obstante, las ineptitudes y los abusos de poder de Morsi, quien impuso en la Constitución reformas que le restaron laicidad, volviéndola más religiosa, no legitiman la decisión de deponer a un gobierno que hace un año surgió limpiamente de las urnas.
La ilegitimad de las protestas, no justifica, por otra parte, la deriva de un gobierno que perjudica la economía y muestra signos de proyecto teocrático: la creación de un califato que unifique el norte africano, integrando además a países como Siria, donde es fuerte la Hermandad Musulmana, que es la madre de todas las organizaciones fundamentalistas del Oriente Medio.
Hermandad Musumana: esta entidad, que nació en 1928 como organización religiosa de socorros mutuos fundada por Hasan al Bana, pasó por etapas de ultra-islamismo, como cuando la condujo el extremista Sayyid Qutb, pero llegó al gobierno desde posiciones moderadas, inspiradas en el islamismo que gobierna Turquía.
No obstante, nada tuvo que ver con la revolución que derribó a Mubarak. El régimen que tuvo como eje al Partido Nacional Democrático, tenía similitudes con el PRI de México: un régimen de partido único disfrazado de pluralista. La diferencia es que en México sólo el partido permanecía en el poder, porque los presidentes podían cumplir un mandato de seis años. En cambio el PND, evocando los valores naseristas, colocaba en el poder a autócratas que reinaban hasta la muerte: Anuar el Sadat, primero, y Mubarak, después.
Contra ese sistema se rebeló la juventud egipcia, por contagio del levantamiento que tumbó a Siné ben Alí en Túnez. Pero esa juventud espontáneamente sublevada no quería poner fin al laicismo heredado del presidente Gamal Abdel Naser, sino terminar con la corrupción en gran escala, los privilegios de la casta militar y la ineptitud para sacar a Egipto del atraso económico.
La Hermandad Musulmana, también enemiga y perseguida por el régimen, desde Naser a Mubarak, no formó parte de la protesta devenida en movimiento de masas. Sin embargo, fue la organización fundamentalista, a través del Partido Justicia y Libertad, su brazo político, la que se quedó con el gobierno al ganar las elecciones.
La revolución egipcia es una revolución inconclusa, gestada por un espíritu libertario, pero con un gobierno -como el de Morsi- con características de reaccionario. Ahora, el país ha quedado al borde una guerra civil. ●