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Por Claudio Fantini. Lo que cuenta Edward Snowden evoca la novela 1984. En ella, George Orwell describe al totalitarismo como un sistema en el que el Estado es el Gran Hermano que puede mirarlo y escucharlo todo.
Esa capacidad de infiltrar la intimidad de las personas es lo que convierte al Estado en totalitario.
Lo mismo describe Florian Henckel von Donnesmarck en el guión de Das Leben der Anderen (La vida de los otros), película que describe el totalitarismo en la Alemania Oriental a través de las escuchas que hacía Gerd Wiesler, agenta de la Stasi, policía política del régimen, a través de micrófonos instalados en el hogar de las personas espiadas.
Edward Snowden es el relator de esta masiva infiltración de realidades. Una suerte de versión real de Winston Smith, el personaje de la ficción orwelliana. Y lo que describe ese joven de 29 años que trabajo en la CIA y en la NSA, otra de las principales agencias de inteligencia norteamericanas, es una infiltración masiva en la intimidad de los ciudadanos, por parte del Estado.
Barack Obama ya no es la figura pura y cristalina que fue hasta la seguidilla de escándalos que lo salpican: la presunta manipulación de informaciones sobre el ataque al consulado en Benghasi; el acoso impositivo a miembros del Tea Party, el espionaje telefónico a periodistas de Associatted Press y ahora la infiltración masiva, también perpetrada en Gran Bretaña a través del Cuartel General de Comunicaciones, según las revelaciones hechas por Snowden a The Guardian y reproducidas por los principales diarios norteamericanos.
Hasta aquí, en materia de faltas éticas, Obama podía arrojar la primera piedra por estar libre de pecados. Bill Clinton llegó a la Casa Blanca arrastrando el “escándalo Whitewater”, referido a presuntas irregularidades en un fallido proyecto inmobiliario. Y George W. Bush llegó manchado por su alcoholismo juvenil y la quiebra de una empresa petrolera, pero lo peor llegó mientras ocupaba el Despacho Oval. La lista es larga, no obstante alcanza con recordar los negociados que las empresas vinculadas al vicepresidente Dick Cheney hicieron con la reconstrucción de Irak.
Por cierto, esta infiltración masiva a la privacidad, que golpeará duramente al gobierno de David Cameron, comenzó en el gobierno de Bush y tiene un marco legal en la llamada Ley Patriótica, surgida del Patriot Act, que justificó este tipo de acciones para prevenir ataques terroristas, aprovechando el pánico que dejo el 11-S.
Estaba claro que el ataque terrorista no sólo dejaba miles de muertos; también hería profundamente al Estado de derecho y la sociedad abierta. El fanatismo oscurantista sabía bien que lo que estaba derribando era mucho más que las Torres Gemelas y un ala del Pentágono. Derribaba derechos y garantías fundamentales de los individuos en una democracia.
La victoria de Al Qaeda estuvo en las medidas que tomó Bush y que el miedo de la sociedad norteamericana toleró, para sentirse protegida.
Es cierto lo que dice Obama, respecto a que la seguridad contra el terrorismo tiene ese precio. Los ciudadanos estadounidenses no pueden ignorar que si tan velozmente se dilucidó el atentado en la maratón de Boston y se dio con los responsables, es porque los servicios de inteligencia están infiltrando la sociedad más de la cuenta.
El problema de Obama es que fue precisamente él quien denunció la perversión de la infiltración que sufría el sistema desde la administración Bush, proponiendo a renglón seguido recuperar la totalidad de los derechos y garantías que debían tener los estadounidenses.
Guantánamo primero y ahora el espionaje masivo a la propia sociedad, muestran a Obama como el continuador de los males que había prometido revertir. Aunque quizá lo que fundamentalmente que revelan es que, en Estados Unidos, desde hace tiempo los servicios de inteligencia están por encima de los gobernantes elegidos por el pueblo. Igual que el complejo militar-industrial, como denunció Eisenhower al dejar la Casa Blanca.