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Por Eugenio Gimeno Balaguer. Ejercer la autoridad es una tarea muy difícil porque implica ser el centro de todas las miradas y porque los defectos, que antes pasaban inadvertidos, se agigantan. Para facilitar el cometido de quien posee autoridad y hacer relativamente agradable la obediencia a quien debe acatarla, debe ir acompañada de la «autoridad moral«.
La autoridad moral es aquella que emana de una persona por la sola gravitación de su personalidad y permite que se respete la autoridad, aunque contradiga nuestro parecer, sin mayores dificultades. Es la que se acepta aunque «no se vea muy claro», porque «lo que se dice» no vale tanto como «quién lo dice«.
Cuando los políticos recuerdan con irritación que ellos son los que mandan por los votos que obtuvieron, es porque no gozan de autoridad moral. Cuando alguien dice: «Aquí mando Yo» es porque «allí no manda«. Además, los ciudadanos suelen tener la impresión de que sus conductores se imponen caprichosamente porque sí; que ellos no cuentan, y esto los lleva a una mayor rebeldía en la aceptación.
En la conducción política ponemos de relieve cómo somos y manifestamos nuestra personalidad. Ésta es producto de toda nuestra vida. Por eso cuando se conduce surge con nitidez la importancia de cultivar y conservar las virtudes adquiridas, pulir los defectos que antes no fueron mayormente tenidos en cuenta y adquirir las condiciones necesarias para ejercer la autoridad.
El ritmo vertiginoso de los tiempos modernos, los problemas económicos, una sociedad irritable y una concepción facilista y permisiva de la educación, hacen difícil mantener el equilibrio interior necesario para ejercer la autoridad con altura y serenidad. Es comprensible la dificultad de los políticos para alcanzar esa meta.
Quizás sería más fácil ejercer la autoridad si, en la lista de problemas que gestionan diariamente, pusieran en primer término la educación de los ciudadanos, ya que una de las mayores frustraciones que puede sufrir un político es el fracaso como educador.