Por Eugenio Gimeno Balaguer. Autoridad y poder son conceptos que se han vuelto confusos. La confusión surge porque hay instituciones que por su importancia social merecen respeto y en los hechos no está claro que lo tengan. Por caso, la familia, la Justicia, la seguridad.
En vez de respeto, sus actuaciones provocan desconfianza.
Ser ciudadano es tener desarrollado el sentido de identidad y pertenencia al lugar donde se interactúa socialmente. Se lo hace con responsabilidad, derechos, obligaciones, educación y con un ejercicio de la autoridad con poder de transformación y mejora.
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Todos hablan y reclaman autoridad, pero es difícil pasar del plano retórico al práctico. Y en cuanto a los responsables, no sólo debe involucrarse el mundo educativo, sino la sociedad entera.
El concepto de autoridad apareció en Roma como opuesto al de poder. El poder es un hecho real. Una voluntad se impone a otra por el ejercicio de la fuerza. En cambio, la autoridad está unida a legitimidad, dignidad, calidad, excelencia de una institución o de una persona.
Es lo que -desde el punto de vista del Estado- puede ser considerado como el poder ejercido por una persona legitimada por una institución o razón conforme a funciones que le son generalmente reconocidas.
Cuando una persona tiene autoridad, se deduce que tiene actitud para mandar (imponer su punto de vista o hacerse respetar). El diccionario la define como el “poder o derecho a mandar”.
Los gurúes del management coinciden en que la finalidad de “la autoridad es conseguir disciplina” y, como a nosotros esta palabra nos produce al menos “urticaria”, conviene traer a colación la acepción de Henri Fayol, cuando nos decía que la disciplina es «respeto por los acuerdos, con la finalidad de lograr obediencia, aplicación, energía y/o señales exteriores de respeto».
Hermosa definición que comienza con la palabra respeto y concluye con ella.
Lo mínimo -dice Fayol- son señales exteriores de respeto; lo máximo, obediencia, en el sentido de que si un conducido tomara la posición de quien conduce, habiendo trabajado en equipo, seguramente coincidiría en su orientación y en sus objetivos.
Con respecto a las normas que regulan, éstas pueden imponerse mediante poder o por autoridad y exigen al ciudadano dos comportamientos bien diferentes: obediencia o respeto. Estos comportamientos tienen mecanismos distintos.
La obediencia implica sumisión a las órdenes de quien tiene poder para darlas y a veces tienta a la transgresión, violación o incumplimiento.
El respeto, en cambio, implica un reconocimiento de la dignidad, la capacidad o el valor intrínseco de la persona o institución, cuyas indicaciones se van a seguir y, por lo tanto, se aceptan.
La autoridad sería, así, una cualidad individual, demostrada y reconocida, y puede ser institucional o personal. Aquélla se recibe del puesto que se ocupa; ésta se gana con el propio comportamiento, por eso hablamos de “reconquistarla”.
Por todas partes se oyen voces pidiendo más autoridad. La recuperación de la autoridad pasa por la clarificación del concepto y su práctica por la sociedad.
Es por eso que recuperar la autoridad institucional y personal -que se ha perdido- es un imperativo que la sociedad necesita, para que sea posible lograr acuerdos y respetarlos; para que la convivencia no sea sólo una declaración teórica, sino una realidad de todos los días.