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El viernes último, la peluquera y sus clientas miraban la televisión con la unción que, en un pasado no tan remoto, esas mismas mujeres fueron a misa y escucharon al párroco. O atendieron a sus padres y abuelos. O a sus maestros.
La TV parece haberlos reemplazado a todos, y no precisamente para mejor. En la pantalla se sucedían filmes y recordatorios de la muerte de Lady Di. La princesa falleció hace 15 años, en un puente parisino y en compañía de un playboy egipcio de dudosa reputación. Aunque suene de mal gusto, podría decirse que terminó estrellándose a la velocidad en que vivía.
Mucha gente se pregunta si Diana Spencer era “tan” merecedora de envíos especiales. ¿Qué hizo, en su corta existencia, además de sufrir el rechazo del futuro rey de Inglaterra? Tenía una carita mágica, sin duda, y dedicó sus horas libres a la beneficencia. Para el ámbito en que le tocó desenvolverse, fue una madre ejemplar. Como siempre, la respuesta vino de la propia audiencia: una década y media después de muerta, Diana Spencer volvió a convocar a millones de espectadores. Su nombre es sinónimo de rating.
Algo parecido, y a la vez muy distinto, provoca la nueva irrupción mediática de Florencia de la V. Programas y revistas la mostraron bautizando a sus mellicitos, nacidos de un vientre alquilado en Estados Unidos y primorosamente vestidos por Jorge Ibáñez. Salvo el cura, con una sotana tan gastada como los zapatos, el resto parecía listo para ir al desfile de Ascot (y entrar por la puerta de servicio). No es exagerado suponer que el padrinazgo de Ibáñez fue un canje publicitario.
Tanto la princesa de Gales como Florencia de la V son parte del mundo de la imagen. Un mundo que no se destaca por la imaginación, sino por la sensualidad y el efectismo. Y del cual todos somos partícipes.