Por Héctor Cometto. Lo que parecía un imposible, sucedió. Bianchi perdió una vez y más. Perdió mal, con sus jugadores corriendo de atrás a los que definían la victoria, o mirando al contrario y al compañero que tiene la pelota, o recurriendo al pelotazo para resguardarse de improvisar y arriesgar. Con las peores demostraciones en un juego de conjunto: sin desmarque para jugar ni asistencia para marcar, principios solidarios esenciales.
De estos jugadores, al Bianchi 90-2000 no le duraba ninguno.
La inconsistencia espiritual siempre fue lo primero que detectó. Claro, tenía equipos en Vélez o Boca con ocho líderes de once y en el actual no tiene ni siquiera uno. El principal se fue en junio, pero Riquelme también se acostumbró a aquellos tiempos en que su protagonismo tenía límites impuestos por las otras fuertes personalidades.
El Boca de los últimos tiempos no tuvo ninguna de las señales de identidad de un equipo de Bianchi, de un equipo de Boca.
Hasta le falló el registro de la tipología del jugador a incorporar, y se equivocó una y otra vez. Y no reaccionó. Siguió repitiendo la muletilla: ❝¡Ojo, eh, que Boca ganó un solo título entre 1980 y 2000!❞ Después vino la época gloriosa, con su responsabilidad directa en los dos primeros ciclos.
En este último, los tiempos y los jugadores habían cambiado y él no. Y no les llegó, no lideró, no armó, no respaldó, no cambió. Siguió durmiendo la siesta. Y un día le tocó perder.■