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Por Héctor Cometto. River Plate entregó -en sus mejores momentos- un fútbol en estado puro, que enamoró a su gente y lo prestigió ante los demás. Esa pureza se generó a partir del estado natural del jugador que lo situó allí Marcelo Gallardo, y que es ahora su técnico.
Vuelta olímpica en el Monumental por un título internacional luego de 17 años de frustraciones; 7 meses antes había festejado el 35° en torneos de AFA | Foto: archivo Turello.com.ar
En definitiva, una propuesta ofensiva y dinámica para el desmarque y la recuperación, que son las demostraciones solidarias esenciales del fútbol. Es una pulsión que lleva al jugador a su esencia: siempre querrá correr, atacar, tocar, brillar, es volver al juego, al barrio, al baldío, a jugar con los amigos.
Mensaje claro de un técnico educado. Es que River recuperó la educación con gente como Francescoli y D’Onofrio, superando el egocentrismo de Passarella y Ramón Díaz. Argumenta sus decisiones, no es demagogo, está preparado y complementado con un cuerpo técnico a la altura.
Cuando no estuvo en esos mejores momentos, afloró el esfuerzo y la entrega, que siempre deben figurar sustentando la estética. La defensa fue la roca de este River. Allí se afirmó en la caída y desde allí despegó a lo más alto, con goles clave como los de Mercado y Pezzella en la final.
El todo potenció a las partes y brillaron jugadores que serían sólo eficaces en otro contexto. Pero siempre tuvo el esplendor que jerarquizó a los mejores River de la historia: la calidad de Teo, la zurda de Pisculichi, la dinámica de Sánchez, la clase de Barovero.
Después de algunas tormentas, River recuperó su grato nombre.