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Por Claudio Fantini. Las cartas están echadas. La esgrima de palabras y amenazas entre Mariano Rajoy y Carlos Puigdemont ya terminó. Ahora la pulseada entre el Gobierno español y el liderazgo independentista se traslada a las calles de Barcelona y al escenario diplomático. En ambos escenarios, librarán su titánica pulseada los dos hombres que tienen la mayor responsabilidad de que se haya llegado a semejante situación.
La responsabilidad de Rajoy comenzó con las presiones de su partido hasta lograr que, en 2010, el Tribunal Constitucional anulara 14 artículos del Estatut promulgado en el 2006.
Los gobiernos del nacionalismo moderado que representaba el partido Convergencia y Unió (CyU) intentó en vano que el hombre que asumió la jefatura del Gobierno español en el 2011 negociara. Si en definitiva, pedían tener el control autónomo de la economía que tiene el País Vasco. Pero Rajoy no tuvo la cintura política con la que Felipe González había construido exitosamente una unidad española en la diversidad ibérica.
Su intransigencia debilitó al catalanismo moderado y le infló las velas al independentismo extremo. La responsabilidad de Puigdemont está en haber partido la sociedad catalana, con un “relato” que estigmatiza como “franquista” o “falangista” a todos los que sienten la catalanidad como una identidad cultural que forma parte de España.
Ese relato confundió la democracia española nacida en la Constitución de 1978, con la dictadura castellanizante de Franco. Es un relato victimista que oculta una realidad evidente: dentro de la democracia española, se potenció la rica cultura catalana y se desplegó su fuerza económica, alcanzando niveles envidiables de prosperidad y un sólido Estado de bienestar.
El otro error del liderazgo independentista encabezado por la alianza de los partidos de Puigdemont y Oriol Junqueras, fue sumar a su deriva demagógica el extremismo antisistema de la CUP, un movimiento cuya ideología se resume en patear tableros.
El gobierno separatista terminó empujando a Cataluña al vacío. En las calles de Barcelona se verá si triunfa la aventura independentista de un puñado de demagogos.
Cuando las más de 1.700 empresas comenzaron a emigrar sus domicilios fiscales, Puigdemont comenzó a darse cuenta que la independencia como alegre paseo hacia una prosperidad mayor, no era más que la fantasía demagógica que él y sus compañeros de ruta difundieron.
Y empezó a poner el pie en el freno cuando la Unión Europea le dejó en claro que no recibiría con los brazos abiertos a una Cataluña que aplicó unilateralmente la secesión. Si lo hiciera, mañana crujiría el mapa de Francia en Córcega, el de Bélgica en el Flandes y el de Italia en Lombardía y la Región Veneta, entre otros rincones del Viejo Continente.
Por eso, buscó a último momento una salida alternativa: convocar a elecciones anticipadas a cambio de que no se aplicara el artículo 155.
Ya era tarde. El gobierno separatista terminó empujando a Cataluña al vacío. En las calles de Barcelona se verá si triunfa la aventura independentista de un puñado de demagogos que confundió declarar la independencia con construir un país independiente, o triunfa el Estado español logrando que la mayoría de los catalanes acepten la aplicación del artículo 155.