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Por Héctor Cometto. “Marcelo, aprendí mucho con usted, siempre le estaré agradecido. Usted fue un técnico que me aportó mucho», le dijo Ariel Ortega a Marcelo Bielsa en el vestuario tras la eliminación en el Mundial de Corea-Japón. “Ariel no mienta -le contestó el técnico- si usted nunca me hizo caso”.
Aún con los rostros surcados por las lágrimas, todos se largaron a reír.
De espíritu libre, nunca se ató a nada más que a su habilidad. Y no marcó a Roberto Carlos como se lo pidió Bielsa, ni se quedó como extremo derecho en la punta, ni tuvo el cuidado profesional que le querían imponer, ni las amistades aconsejadas, ni el departamento antes del auto impactante.
Penúltimo eslabón de la gran cadena de punteros, “locos únicos, irrepetibles” (Corbatta, Houseman), no existió ni existirá quien los maneje, sólo escucharán a quien los valore como son y no como deberían ser.
Productos directos del potrero, los caminos de la vida tienen a su costado gran cantidad de estos jugadores mágicos que desecharon las órdenes del “fútbol-éxito» y se aferraron a las libertades de su constitutiva bohemia. Hoy los “responsables” los cargan de obligaciones que obturan las alas de su genialidad, que cortan el hilo del barrilete cósmico, empezando por la gambeta y siguiendo con su forma de vida.
Parecen tímidos, retraídos, parcos, pero son todo lo contrario: hace falta mucha personalidad para persistir en sus corridas al filo de los engranajes que trituran a los fuera de serie.
Multimedia ‘Ortega es River’ del diario Olé
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Su legado siempre estará, la herencia del fútbol criollo los tiene como destinatarios dilectos. Sobrevivirá su estilo, su sentir, su pisada, su gambeta, su sombrerito, sus chuecas chaplinescas. Eso sí: solo ciertas sensibilidades podrán detectarlos y valorarlos. Es que siempre serán pocos, muy pocos. ●