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Por Claudio Fantini. Los suicidios de los líderes tienen un efecto redentor. En un primer momento, los redime de sus faltas, porque deja, con lógica razón, la sensación de que sólo quien tiene honor y dignidad elige la muerte antes que la deshonra. Incluso, si acepta la falta que hayan cometido. Sucede con la muerte de Alan Garcia, pero repasemos de qué se trata su obra y la acusación que lo llevó a perder su vida, cuando iba a ser detenido.
Un primer ministro socialista francés, Pierre Bérégovoy, se quitó la vida ante el escándalo que causó el crédito con facilidades que había conseguido para comprar una vivienda, que era pequeña y simple, además de su primera casa propia.
Tampoco pudo soportar el deshonor Getúlio Vargas, cuyo suicidio pareció confirmar que no había partido de él la orden de asesinar a un acérrimo opositor, baleado por un hombre cercano al popular presidente brasileño.
Es posible que Alan García no logre limpiar su imagen con su muerte, pero en parte la redime el disparo con que se quitó la vida cuando la Policía llegó a su casa para detenerlo.
La conmoción causada por su suicidio resalta, además, el uso discrecional que están haciendo fiscales y jueces que sobreactúan su lucha contra la corrupción. Muchos juristas cuestionan la racionalidad de la detención “preliminar”, que antecede a la “prisión preventiva”.
La Policía había ido a detener a Alan García para ponerlo bajo arresto “preliminar”. Fue ante esa polémica medida judicial que puso un revólver sobre su sien y apretó el gatillo cuando los agentes llegaron a su casa.
También la orden de una detención preliminar ocasionó la descompostura que llevó a Pedro Pablo Kuczynski a una sala de cuidados intensivos. El caso del ex ministro y ex presidente liberal es particularmente controvertido. La intención de ponerlo en una celda parece a todas luces una desmesura.
Más allá del debate sobre la prisión preliminar, en el caso de Alan García, la salpicadura del caso Odebrecht surge con mayor claridad y es verificable.
Alan García amplificó las sospechas en su contra el año pasado, cuando se refugió en la embajada de Uruguay y, tras alegar persecución judicial, reclamó un salvoconducto que el presidente uruguayo Tabaré Vázquez le negó.
No habría sido su primer exilio. Cuando Alberto Fujimori llegó al poder tras el estropicio de su primera presidencia, el líder aprista se fue del Perú ni bien la Justicia comenzó a poner la lupa sobre algunos puntos oscuros de su gestión.
Por cierto, la Justicia de tiempos de Fujimori es menos creíble que la Justicia peruana de este tiempo. Por eso, su fallido intento de exiliarse en Uruguay agravó las sospechas que pesaban sobre su accionar en la concesión de un tren limeño a Odebrecht, además de evidenciar su pavor por ser encarcelado.
El caso Odebrect no termina en Perú, pero ha concluido la historia política de un personaje relevante y polémico. Un hombre lúcido, que cometió estropicios y también tuvo grandes logros.
Discípulo dilecto de Víctor Raúl Haya de La Torre, ideólogo de la centroizquierda peruana y fundador de la Alianza Popular revolucionaria Americana (APRA), que en toda su historia tuvo dos gobiernos y un solo presidente: Alan Gabriel Ludwig García Pérez.
En la década de 1980, fue el presidente más joven de la historia peruana. Aquella gestión comenzó con éxito, pero sus ideologismos derivaron en una hiperinflación, que terminó en un desastre económico y social.
Pero en su segunda presidencia, al comenzar el siglo 21, apareció un líder aprista pragmático que continuó los lineamientos liberales trazados por su antecesor, el liberal Alejandro Toledo.
Esa segunda presidencia de Alan García estuvo en las antípodas ideológicas de su primer gobierno, y también fue la contracara en materia de resultados. El modelo siglo 21 de Alan García le dio al Perú el mayor crecimiento económico de las últimas décadas. Pero también trajo los presuntos negociados con el gigante brasileño, por el que comenzaron los procesos que lo empujaron hacia el banquillo de los acusados.