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Por Claudio Fantini. Los crímenes suelen situar a los países en alguna de las dos principales dimensiones de la literatura detectivesca: la de los británicos Conan Doyle, Chesterton y Agatha Christie, o bien la de los norteamericanos Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
En las novelas de los tres primeros, la oscuridad de la trama es disipada en el desenlace, en el que siempre triunfa la luz de la razón. En cambio, en las aventuras y tribulaciones de Sam Spade y Philip Marlowe, los personajes de Hammett y de Chandler, la oscuridad de la trama puede prevalecer en el desenlace.
La razón de la diferencia es que en la rama británica del género los crímenes ocurren por cuestiones humanas, mientras que en la rama norteamericana entra en juego la corrupción del poder y la influencia de las mafias y demás intereses oscuros.
La voladura de la embajada de Israel el 17 de marzo de 1992 fue una de las primeras y contundentes muestras de que la Argentina está en la dimensión de Hammett y Chandler. La corrupción del poder y el oscuro accionar de intereses ocultos logran siempre que los grandes crímenes permanezcan en la eterna oscuridad.
Nunca quedará del todo claro por obra de quién, hace 23 años, morían 29 personas y más de 200 quedaban gravemente heridas.
En aquel oscuro país danzaban personajes como el traficante de armas Monser al-Kassar y empresarios mafiosos como Alfredo Yabrán. De la mano de Menem y Duhalde aparecían funcionarios inverosímiles, como el ex marido de Amira Yoma, el sirio Ibrahim al-Ibrahim, que dirigió la Aduana de Ezeiza sin saber hablar en español.
La posible financiación siria de la campaña justicialista y la participación de fragatas argentinas en la guerra contra Saddam Hussein por Kuwait pudieron estar detrás del atentado. Pero más allá del pronunciamiento de la Corte menemista, hubo dudas que jamás se dilucidaron.
Los restos de motor de la Ford F-100 avalaban la teoría del coche-bomba, pero la conclusión de la investigación que encabezaron Jorge Lanata y Joe Goldman, expuestas en el libro Cortinas de humo, coincidió con el resultado del peritaje a cargo de la Academia Nacional de Ingeniería, según el cual la detonación se produjo adentro de la embajada.
Sobre estas tesis se montaron versiones que culparon a Israel de perpetrar la masacre para culpar a Siria y al partido milicia libanés Hizbolá. Así lo plantearon trabajos que satanizaron al Estado judío.
Muchas hipótesis quedaron en pie, pero también en el olvido. Incluso es posible que la explosión haya ocurrido en el interior, pero no fuese un auto-atentado.
Una versión señala que agentes israelíes habían secuestrado un misil Cóndor o la ojiva de ese proyectil, para sabotear el envío de ese tipo de armamentos a países como Siria o a fuerzas como Hizbolá, que podían utilizarlos contra Israel. Pudo estallar accidentalmente o pudo ser producto de un sabotaje de agentes de Hizbolá que lograron ingresar a la sede diplomática aprovechando las remodelaciones edilicias que implementaba el entonces embajador Itzhak Shefi.
Las embajadas israelíes están custodiadas por el Shin Bet (equivalente israelí del FBI norteamericano) y es probable que se haya querido ocultar una falla grave en el sistema de seguridad.
Por cierto, también habría una falla si pudo estallar un coche-bomba frente al edificio. Aunque más grave sería que el terrorismo haya podido ingresar a la sede y hacer estallar una bomba adentro o detonar la ojiva de un misil secuestrado.
Pero ninguna de las versiones pudo ser corroborada. Es imposible dilucidar grandes crímenes en un país con la institucionalidad carcomida por la corrupción. Menos aún si las pujas del poder, convierten a esos ámbitos en campo de batalla política.
Eso está ocurriendo con la muerte del fiscal Nisman y los atentados de la AMIA y la embajada. La señal de la política es que los megacrímenes ocurridos en la Argentina seguirán en la oscuridad, como en las novelas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler.