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Por Claudio Fantini. ¿Estará Carlos III a la altura del desafío que le toca? ¿Sobrevivirá la aceptación de la monarquía, que construyó el discreto encanto de su madre? Dudas inquietantes recorren al Reino Unido.
En tiempos no muy lejanos, ex sirvientes de la realeza británica revelaron que Charles Philip Arthur George era un apasionado de la caza, ese deporte-tradición cada vez más despreciado.
También que tenía caprichos aristocráticos insoportables. Pero en las últimas dos décadas y media, promoviendo actividades filantrópicas y difundiendo conciencia sobre el calentamiento global, su imagen fue acercándose a la de un estadista aceptable.
Sin embargo, no está claro que el niño inseguro y el joven errático y caprichoso, haya cedido el dominio al hombre maduro que apareció en las últimas décadas.
“No estando ya en el trono Isabel II, será más fácil que el nacionalismo escocés cobre fuerzas para abandonar el Reino Unido”.
Es posible que aún conserve manías de quien se concibe a sí mismo como miembro de una especie superior a la de sirvientes y de súbditos. Y en cuanto esas manías se hagan visibles, caerá su imagen, como cayó cuando quedó a la vista la tristeza de Lady Di.
Si eso ocurre, afectará la aceptación de la monarquía.
No estando ya en el trono la mujer que tanto respeto despertó, será más fácil que el nacionalismo escocés cobre fuerzas para abandonar el Reino Unido, al igual que los republicanos en muchos países miembros de la Commonwealth.
¿Qué hizo Isabel II para que su muerte tenga tanto impacto en su país y en el mundo? Nada. Y lo hizo muy bien. Casi a la altura de su célebre tatarabuela, la reina Victoria, quien haciendo nada marcó con su nombre un tiempo de moral rígida y apogeo de las tradiciones, que selló la historia como “era victoriana”.
“Hacer nada, pero hacerlo bien, es el mérito de los buenos reyes en las monarquías parlamentarias”.
Hacer nada, pero hacerlo bien, es el mérito de los buenos reyes en las monarquías parlamentarias. El mérito de Victoria y de su tátara nieta fue envejecer en el trono, como señal de lo que permanece inalterable en un tiempo de cambios vertiginosos.
A Isabel II le tocó un tiempo de inmensas transformaciones culturales.
Los ingleses, los galeses y los escoses necesitan que permanezca inmutable lo que señala la identidad como Estado de naciones.
La Guerra Fría modificaba el tablero europeo. El espionaje y la carrera armamentista ensombrecían el futuro.
Los Beatles, los Rollings Stones y los demás exponentes de la cultura psicodélica del rock, la música beat y el arte pop, cambiaban la estética hasta en la forma de vestir y demolían la moral victoriana proclamando el amor libre.
En ese marco, no era fácil mantener una institución anacrónica, desprovista de lógica, esencialmente desigualitaria y de controversial utilidad.
En rigor, para la sociedad británica tiene una utilidad: representar lo que permanece quieto en el tiempo, para conservar una idea inalterable de Nación.
En un tiempo de revoluciones culturales, que demuelen costumbres y tradiciones; de transformaciones tecnológicas y comunicacionales, con la irrupción de las redes sociales horizontalizando la información y el contacto masivo entre personas, es difícil representar lo que permanece inalterable.
El padre de Isabel II y abuelo de Carlos III fue un gran rey porque estuvo a la altura de otro desafío: la Segunda Guerra Mundial. Desde un trono que no ambicionaba y debió ocupar porque su hermano, el rey Eduardo VIII, prefirió casarse con una plebeya norteamericana, doblemente divorciada.
Jorge VI luchó y venció a su tartamudez. Así pudo decir los discursos que el pueblo necesitaba escuchar para mantenerse en pie bajo las bombas de Hitler.
Y le dio a la corona una dignidad que naturalmente no posee, cuando rechazó la oferta de ser evacuado con su familia a un territorio seguro. Prefirió permanecer en Londres, junto a los británicos. A eso agregó haber dado impulso a la creación del sistema público de salud, al final el conflicto contra el nazismo.
Isabel II, la hija de Jorge VI, fue una buena reina porque cumplió con el rol que le exigió su momento en la historia.
Con ella en el trono, en un mundo donde todo cambia y todo se disuelve en la “modernidad líquida” que describió Zygmunt Bauman, los británicos miraban hacia Buckingham y encontraban lo que continúa; encontraban la calma de lo quieto en la tempestad del movimiento en aceleración permanente.
En el crepúsculo de su reinado, irrumpió otro cambio de ribetes sísmicos: el Brexit. Pero Isabel II supo cumplir su discreto rol también en ese tembladeral institucional, que generó, y aún genera, oscuras incertidumbres.
Lo que más duramente golpeó la imagen de la reina fue el divorcio traumático de Carlos y Diana Spencer, quien se había transformado en un personaje de telenovela, que embelesaba a los súbditos de la corona.
Una princesa cuya desventura la asemejaba a personajes trágicos de la historia de la realeza europea, como Juana la Loca.
La popularidad de Lady Di creció cuando se visibilizó su tristeza y trascendió la soledad agobiante que padecía ante un marido que no la amaba y una suegra, que, con frialdad glaciar, la desatendía y marginaba.
Isabel II pudo evitar el naufragio en aquella tempestad de lágrimas que desató la muerte de Lady Di. La reina pudo completar su obra, que consistió en durar con dignidad, colaborando de ese modo a la estabilidad institucional del Estado que preside y simboliza.
Ha concluido un reinado predecible y ha comenzado otro, que genera interrogantes. ¿Estará el nuevo rey a la altura de los desafíos que encontrará en su reinado?
Comenzó el tiempo de Carlos III, Charles Arthur Philip George, como inician normalmente los reinados: en el funeral de su antecesor.