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Por Claudio Fantini. La fiesta que hizo Cristina Kirchner para agasajarse a sí misma con la devoción de artistas y de periodistas es peor -en términos de ética pública- que el festejo del cumpleaños de Fabiola Yáñez en Olivos, con la presencia del presidente Alberto Fernández, quien había prohibido ese tipo de reuniones a los argentinos. A diferencia de ésta, la fiesta de la vicepresidenta no fue ilegal. Pero fue obscena. Veamos.
La celebración llevada a cabo en la residencia presidencial ocurrió cuando la presión sobre el sistema sanitario era altísima y cuando lo prohibían las disposiciones impuestas por el Presidente, quien -en privado- las violaba.
la intención de Alberto Fernández no fue exhibir la fiesta de Olivos en público. Era una fiesta clandestina, como tantas de las que se hacían por irresponsabilidad y falta de escrúpulos en aquel momento tan oscuro.
Alberto Fernández y Fabiola Yáñez no quisieron exhibir la fiesta de Olivos, lo que no le quita gravedad. Para la ética pública, más grave que una falta, es la ostentación de esa falta.
La celebración que hizo Cristina Kirchner para darse un baño de “cholulismo” con artistas y periodistas fue una obscenidad, porque la intención era exhibirla a la mirada del público.
No hubo delito, como si lo hubo en Olivos. Pero hubo una impúdica y premeditada ostentación de licencia para hacer exactamente lo contrario a lo que se predica.
Una ostentación apuntada a mostrarse por encima de los demás mortales, más allá del bien y del mal.
La escalada de contagios cuando las temperaturas son altas y, por ende, el nivel de contagio debiera ser bajo, revela que la estarían causando las aglomeraciones –de cualquier tamaño- que se están dando en un país que actúa como si la pandemia hubiera terminado.
Ni bien las consecuencias empezaron a notarse en la ocupación de camas críticas, el gobierno kirchnerista de la provincia de Buenos Aires impulsó la aplicación de pasaporte sanitario.
Esa medida desató la ira de quienes defienden ciega y hasta violentamente una concepción de libertad descarnada y desprovista de responsabilidad social.
Mientras algunos países regresan a las cuarentenas, se aíslan ciudades enteras, muchas fronteras vuelven a cerrarse y los pasaportes sanitarios empiezan a ser la regla en buena parte del mundo, el mensaje de la mayoría de los gobiernos reclama usar el barbijo en lugares cerrados, no aglomerarse y no hacer reuniones familiares de más de diez personas.
Cristina Kirchner ostentó la aglomeración de artistas y periodistas a cara descubierta, quienes se reunieron para expresarle devoción.
Personas talentosas que, en muchos casos, aparecieron en spots televisivos para explicar la importancia de “quedarse en casa”, usar barbijo y mantener el distanciamiento social para cuidar “la vida”, ahora aparecieron haciendo todo lo contrario en un escenario sobre el que converge la mirada del país entero.
Igual que la líder a la que venera, esa aristocracia de la militancia kirchnerista se sintió por encima de la obligación sanitaria y también ética del barbijo que corresponde al resto de los argentinos.
Fue una escenificación del significado de la palabra obsceno. El origen del término está en la antigua Grecia, donde nació el teatro.
En la palabra griega “aidoion” está la raíz etimológica del latín “obscenus”, que significa “lo que está fuera de escena”, o sea lo que debe ocultarse, por pudor o vergüenza, de la mirada del público sobre el escenario donde se desarrolla la actuación de los protagonistas.
La pregunta es por qué la líder del kirchnerismo ostentó lo que, aunque sea legal, el pudor y la responsabilidad recomiendan ocultar.
También fueron obscenos los actos masivos en Plaza de Mayo, cuyo único objetivo fue tratar de mostrar en la calle lo que el oficialismo no pudo mostrar en las urnas.
Jacques Lacan explicó que si la impudicia es la regla, la obscenidad desaparece. Eso es lo que parece ocurrir en la feligresía kirchnerista.