Por Juan Turello. Por momentos, Argentina suele estar aislada del resto del mundo en relación...
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Por Eugenio Gimeno Balaguer. Llega un momento en que uno debe tomar la decisión. En esos minutos, uno se siente dueño de juzgar las cosas y separar lo que estima que está bien de lo que no está bien, y de lo que quisiera en un futuro cercano. Tal vez sea una ambición desmedida, pero si tenemos en cuenta que otros muchos pueden estar en lo mismo, las coincidencias pueden dar resultados muy poderosos.
Los rasgos que hacen atractiva esa situación son la intensidad y la energía que aflora, allí se decide, es decir, se supera la indecisión que pese a dar un mensaje no tiene fuerza de transformación.
Si uno sabe que solo no puede, al menos se siente capaz de poder contribuir. Algunos pensadores clásicos decían que la fuerza es peligrosa porque es fácil que desvíe hacia el orgullo y que lo virtuoso era la humildad.
Ya en el siglo XIII, San Buenaventura decía que para orientar la fuerza y alcanzar la verdad hay una sola vía: la humildad, la humildad y la humildad (lo repetía tres veces).
Si la humildad no acompaña y no sigue todo lo que hacemos, la soberbia nos arrebata de las manos el bien realizado en el mismo momento que lo realizamos, y sólo logra el desprecio de los demás, la devaluación, la descalificación. La fuerza desbordada es un poder que necesita aniquilar la libertad del otro para alcanzar satisfacción.
Hay una vieja historia que menciona a un rey que tiene que laudar entre un envidioso y un avaro. En suma, les ofrece pedir algo, y a lo que uno pidiera, el rey le daría el doble al otro. Por supuesto, el avaro decide pedir segundo para recibir más, y el envidioso, después de pensarlo un rato, decide que le arranquen un ojo, así al avaro le arrancarían los dos.
La avaricia y la envidia son raíces despreciables que subyacen en estos “juegos” de poder y decisión. La avaricia es un pecado contra la justicia, porque ayuda a que alguien o muchos caigan en la indigencia. Por lo general, quien ha perdido la alegría, tiene que consolarse con la posesión de bienes exteriores, pero con el alma empequeñecida que la hace insensible al dolor ajeno, con la jerarquía de los valores personales alterados, animando la corrupción, la traición y poniendo precio a todo.
De nosotros depende.