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Por Claudio Fantini. En el escenario de Ecuador hay varios enfrentamientos cruzados. Uno es el de Rafael Correa con su sucesor, Lenín Moreno, quien dispuso el toque de queda. Correa no puede ser confiable hablando desde Venezuela, donde realiza “consultorías” que el gobierno le paga seguramente con suculentos montos. Tampoco cuando en mensajes subidos a la red muestra la ansiedad que tiene por ver caer al hombre que él convirtió, primero en su vicepresidente, y luego en su candidato a sucederlo.
Lenin Moreno tampoco es creíble. En definitiva, siempre acusa de todo lo malo al gobierno anterior, como si hubiese sido un opositor y no el vicepresidente y delfín del dirigente al que después demonizó.
La volcánica semana que sacudió a Ecuador no tiene su principal explicación en las disputas entre Moreno y Correa.
Como la deidad Jano de la mitología romana, hay dos países mirando hacia horizontes diferentes. El Ecuador de la costa, con su centro vital en Guayaquil, es predominantemente blanco de origen europeo. A sus espaldas, el Ecuador de las montañas, con su corazón en Quito, expone la variedad de pueblos originarios que conviven en el país. Guayaquil es la capital financiera y Quito el centro de la burocracia estatal.
Que el gobierno de actual haya tenido que salir de Quito para refugiarse en Guayaquil es una señal de esa eterna confrontación. Aunque no todas las crisis que han sacudido a Ecuador en las últimas décadas tienen que ver con ella.
Hubo momentos traumáticos con otras causas, como el secuestro del presidente Febres Cordero por militares leales al general Frank Vargas en la década de 1980, o la Guerra con Perú en la Cordillera del Cóndor, que inició el presidente Durán Ballén en los ’90.
No obstante, desde fines del siglo pasado los conflictos han tenido que ver, de un modo u otro, con los “dos países” opuestos. Y en el ojo de la tormenta siempre aparece alguna reforma relacionada con el FMI o con la visión más dinámica de la economía que impulsa el país de la costa, con la resistencia de organizaciones indígenas y sindicales del país de las montañas.
Abdalá Bucaram era mesiánico, delirante y grotesco, pero entre las razones de su caída, en 1996, estuvieron sus anunciadas privatizaciones y sus ajustes tarifarios detonando las protestas de los sindicatos y de la poderosa Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE). La convulsión social allanó el camino a la embestida política que lo destituyó por “incapacidad mental para gobernar”.
La caída de Jamil Mahuad tuvo que ver con la resistencia de la CONAIE y los sindicatos al salvataje de los bancos que derivó en el reemplazo de la moneda por el dólar estadounidense.
Lucio Gutiérrez cerró su alianza con la CONAIE precisamente durante la embestida de la organización indígena y de un grupo de oficiales, que terminó por derribar a Mahuad. Los militares le reprocharon la instalación de una base norteamericana en Manta. Pero también el gobierno de Gutiérrez acabó girando hacia políticas de ajuste acordadas con el FMI. Por eso, se rompió su alianza con el movimiento indígena Pachakutik y terminó cayendo a la mitad de su mandato.
La poderosa CONAIE estuvo en las protestas que lo derribaron junto a los sindicatos y los partidos que denunciaban, además, un giro autoritario.
Rafael Correa logró el récord de dos mandatos, pero cuando los precios del petróleo debilitaron su economía, firmó contratos para la minería y para la producción petrolera, que fueron duramente resistidos por CONAIE por involucrar territorios indígenas.
Ahora, CONAIE es parte de la rebelión contra Lenin Moreno. Y más allá de las culpas y responsabilidades que pueda tener el presidente y de su propensión a culpar de todo a su antecesor y mentor, los constantes mensajes que Correa envía desde Bélgica evidencian su excitada ansiedad de ver arder en esta hoguera al gobierno del ex aliado que devino en archienemigo.