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Por Claudio Fantini. Es fácil criticar a las entidades armenias que reclaman a Canal 13 que deje de emitir la telenovela turca Las Mil y Una Noches. Para la masiva teleaudiencia que sigue la historia de amor entre Onur y Sherazade suena sencillamente descabellado que algunas organizaciones quieran reunirse con Adrián Suar para pedirle que saque la telenovela del aire.
Y para muchos que no ven telenovelas ni conocen la historia trágica que moviliza a la comunidad armenia, hay razones para considerar el reclamo como una forma inaceptable de censura.
Si bien es cierto que la telenovela es una de las tantas producciones financiadas por el Estado turco para que salgan al mundo a conjurar el efecto de los actos y acciones que provocó la diáspora armenia, al cumplirse 100 años del genocidio, recurrir a producciones artísticas para mejorar la imagen de un país no es precisamente algo repudiable.
Recep Tayyip Erdogán, el presidente de Turquía, visitará la Argentina este año como parte de una gira que realizará por el mundo para contrarrestar las movilizaciones al cumplirse el centenario del genocidio. Precisamente, en la Argentina está una de las comunidades armenias más grandes del mundo. Con su iniciativa, Erdogán está demostrando ser el presidente más eficaz e inteligente que ha tenido Turquía desde Mustafá Kemal, el célebre Ataturk. Pero el gobierno religioso que preside es tan “negacionista” como sus antecesores laicos de los partidos ataturkistas.
La actitud de la comunidad armenia contra la telenovela turca puede ser una batalla perdida, pero más lamentable que el error táctico y estratégico que comete, es la apatía de la sociedad argentina ante el primer genocidio cometido en el siglo 20.
«Las entidades armenias se equivocan con su iniciativa, entre otras cosas porque sólo pueden recoger la antipatía del inmenso océano de gente en el que predomina el cholulismo y la insensibilidad histórica».
Los descendientes argentinos de las víctimas tienen la dignidad de proteger la memoria del “Medz Yeghern”, la “Gran Catástrofe” ocurrida en el imperio turco. Aquel capítulo negro de la historia de la humanidad que comenzó a finales del siglo 19 con las “masacres hamidianas”, impulsadas por el “sultán rojo” Abdul Hamid II en los albores de la ideología panturánica, tenía como objetivo la homogeneización del imperio otomano, aniquilando y deportando en masa a las etnias cristianas.
El régimen de los Jóvenes Turcos sistematizó las operaciones de exterminio y al caer Mehmet VI, el último sultán otomano, más de un 1,5 millones de armenios, además de cientos de miles de kurdos, serbios, asirios y griegos pónticos habían sido masacrados en Anatolia Oriental, o muertos de hambre y sed al intentar cruzar el desierto de Alepo.
Ni Ataturk, el fundador de la Turquía moderna y republicana que nació de las ruinas del viejo imperio oscurantista, ni los gobiernos ataturkistas que consolidaron el estado secular, rescataron la verdad histórica admitiendo el genocidio. El actual gobierno del partido islamista Justicia y Desarrollo mantiene en pie la doctrina negacionista.
Y ahora su presidente, el inteligente pero autoritario Erdogán, inicia una campaña para mejorar la imagen de ese país que tiene grandeza, modernidad, ciudades esplendorosas como Estambul, y un pueblo abierto y amable, pero que arrastra la vergüenza de no admitir el inmenso crimen contra la humanidad que cometió el viejo imperio oscurantista.
Quizá la comunidad armenia se equivoca en la manera de enfrentar lo que considera una campaña contra las conmemoraciones del centenario, pero la mayor vergüenza está en las sociedades mayoritariamente dominadas por una frívola ignorancia de la historia.■