Por Claudio Fantini. Fue un éxito contundente. La mayoría de los viajes pontificios dejaron huellas en la arena, pronto borradas por el viento, pero algunos logran dimensión histórica. Son los que marcan puntos de inflexión, o bien en la vida de la Iglesia o bien en las situaciones del mundo.
Un claro ejemplo de viaje pontificio con impacto histórico mundial, fue el realizado en 1979 por Juan Pablo II a Polonia. Hacía sólo un año que se había sentado en el trono de Pedro tras el efímero reinado de Albino Luciani (Juan Pablo I) y Karol Wojtila logró viajar a su país natal, donde reinaba el totalitarismo comunista. Y el poder sísmico de aquella visita, sobre todo por sus homilías en Cracovia conmemorando los nueve siglos de la muerte de San Estanislao, impulsó el tembladeral político que derribó el régimen del general Jaruzelski y terminó hundiendo a la Unión Soviética y su bloque del Este europeo.
Humildad y activismo evangelizador
El viaje de Francisco a Brasil parece encuadrase en esa dimensión histórica aunque, a diferencia del paso de Wojtila por Polonia en junio del ’79, el sismo del Papa no modificaría el tablero mundial ni regional, sino la realidad interna de la propia Iglesia.
Cada frase y cada gesto del Pontífice tuvieron su carga de significación. Nada fue liviano, superficial. La suma es un fuerte sacudón a la estructura de la Iglesia, destinado a sacarla de su quietismo burocrático y movilizarla hacia un activismo evangelizador.
El Papa exhortó a construir una Iglesia militante, que además ponga fin a la distancia que su ensimismamiento y magnificencias arquitectónicas y litúrgicas establecieron con el hombre común. Con el activismo militante y con la recuperación de la humildad, Francisco cree que puede revertir el largo y sostenido proceso de achicamiento de la Iglesia Católica.
En cuestiones de doctrina, esbozó gestos de mayor tolerancia, por caso respecto a la homosexualidad y al Estado secular. Aunque en ambos pronunciamientos queda un margen de ambigüedad que deja en pie la doctrina hasta aquí vigente.
Lo más profundo y sísmico tuvo que ver con la humildad y con el fin de la Iglesia que administra burocráticamente religión a la del activismo evangelizador. Y la profundidad está dada porque se trata de revertir dos rasgos que la Iglesia arrastra desde hace milenios.
Un poco de historia
La Iglesia antigua, también llamada de las comunidades, que toma su nombre de la palabra eclesiai, que significa asamblea, era realmente una comunidad horizontal y deliberativa, en la que los papas eran de verdad humildes obispos de Roma. Aquella Iglesia perseguida y pobre, la de los Papas mártires que morían torturados y ejecutados en las mazmorras del César romano, empezó a declinar a partir del año 313, cuando por el edicto de Milán el emperador Constantino la legalizó.
Allí comenzó la cristianización del imperio, pero también el avance de la Iglesia hacia el poder, al que conquistó y mantuvo durante el largo milenio medieval. Fue entonces cuando comenzaron a construirse grandes catedrales con imponentes altares, y los papas dejaron de ser humildes obispos de Roma para convertirse en monarcas con cetros y ropajes magnificentes.
Es lo que el cardenal Richelieu explica a Luis XIII en su Testamento Político, describiendo la magnificencia de palacios, carruajes, mobiliarios y ropajes como instrumentos de poder. Las formas majestuosas sirven para dominar porque amedrentan y empequeñecen al hombre común.
El tumulto asambleario cedió su lugar a liturgias rebuscadas, como los ritos tridentinos, en definitiva destinados a poner los sacerdotes por encima y distantes de los fieles.
Con la llegada del Renacimiento, la Iglesia empezó a dejar de ser Estado, pero conservaría sus formas y sus vicios del poder. Y logró convivir por muchos siglos más con el poder. Por eso sus nuevos cismas terminarían con la majestuosidad arquitectónica y litúrgica.
El comienzo de un cambio
Brasil y América Central son los puntos del planeta donde más claramente se ve hoy la emigración desde el catolicismo hacia las iglesias cuyos templos son simples galpones o salones, y los pastores visten como el común de las personas, y no como el Cristo de los cuadros y los santos de los altares.
La humildad y el activismo que propuso el Papa apunta a darle a la Iglesia la competitividad que ha perdido hace ya muchas décadas. Francisco tiene autoridad moral para pedirlo, por tratarse de un sacerdote humilde y de gran entrega a los demás, en particular a los más pobres.
Su paso por Brasil ha iniciado un sismo que provocará caídas y tempestades dentro de la Iglesia. Pero es también un cambio conservador, porque aspira a cambiar profundamente las formas, para mantener arraigada en profundidad la misma doctrina. ●
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