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Por Claudio Fantini. Las izquierdas populistas y las derechas furiosamente antipopulistas tienden a cometer el mismo error: ponen a Cristina Kirchner y Dilma Rousseff en la misma bolsa. Pero no es así. Sin embargo, la realidad muestra más diferencias que similitudes.
Para la izquierda populista, las dos son víctimas de una revancha de los grandes capitales concentrados, por haber liderado gobiernos “populares” que “avanzaron sobre sus intereses” y esas supuestas oligarquías buscan hundirlas, a las dos, en el desprestigio.
Los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) han apañado al chavismo y otros populismos en la región, pero no aplicaron en Brasil esas fórmulas, ni en lo político ni en lo económico. En cambio, es posible definir al kirchnerismo como un chavismo atemperado, tanto en la política como en la economía.
Tras haber actuado con inmenso pragmatismo en la jefatura de Gabinete de Lula, la presidenta de Brasil derrapó en su gestión por un fuerte déficit fiscal, con el objetivo de la reelección. Pero ni bien inició su segundo mandato, emprendió duros ajustes, de matriz más ortodoxa que heterodoxa, para reencauzar las cuentas públicas.
Cristina Kircner, por el contrario, emitió moneda sin respaldo y acrecentó desmesuradamente el déficit hasta el último segundo de su gestión, para que su sucesor (que esperaba fuera Daniel Scioli) recibiera una de esas bombas de relojería que sólo se desactivan con durísimos ajustes.
En el ámbito político, ni Dilma ni su antecesor y mentor –Lula- crearon un polo mediático financiado desde el Estado y abocado a denostar a críticos y opositores, como hizo la ex presidenta argentina y su antecesor y marido: Néstor Kirchner.
En cuanto a las acusaciones que arrinconan a una y otra, la diferencia es inmensa. A Cristina Kirchner, la oposición jamás intentó derribarla ni someterla a juicio político, mientras que las denuncian más serias que ahora la están cercando, tienen que ver con corrupción y enriquecimiento ilícito.
A Dilma, por contraposición, no la acusan de corrupción ni está sospechada de enriquecimiento. Su problema es un juicio político, impulsado por una dirigencia decadente y corrupta, que busca un chivo expiatorio para calmar el malhumor social que provocan la recesión y el escándalo del petrolao.
El sustento de la acusación es endeble y parcial. No se trata de un golpe de Estado, pero sí de un complot improvisado sobre la marcha por los partidos que, hasta ayer, fueron parte de la amplia coalición gubernamental encabezada por el PT.
El problema de Dilma no está en un patrimonio que no pueda justificar, sino en una crisis económica de la que tiene responsabilidad y que ya no puede revertir porque su liderazgo se ha diluido.
En cambio, el problema de Cristina Kirchner es un crecimiento patrimonial imposible de explicar y también el súbito enriquecimiento sideral de un amigo de Néstor Kirchner, que de la noche a la mañana, gracias a la concesión de obras públicas, convirtió a Lázaro Báez en un poderoso empresario en un rubro con el que jamás había tenido relación: la construcción.
El esquema que explica el vínculo entre la fortuna de la familia Kirchner y la de Lázaro Báez, resulta tan evidente que no hay forma de ocultar.
Finalmente, el error de poner a Dilma Rousseff en el mismo estante de Cristina Kirchner, choca contra la pésima relación que mantuvieron entre sí. Ni pensaban ni actuaban igual, sin embargo, la izquierda populista y su contraparte más furiosa, siguen diciendo que representan lo mismo y son perseguidas por las mismas causas.