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Por Claudio Fantini. La televisión argentina enriquece audiencias en materia de ficciones. Los grandes canales nacionales producen unitarios de gran calidad, acercándose en las últimas décadas a la excelencia que en el rubro distinguía al Brasil.
Pero lo que la audiencia gana en calidad con las ficciones, lo pierde de manera gravosa con los realitys shows, como el de Gran Hermano, porque se trata de un género que explota el peor rasgo de la sociedad contemporánea: la monstruosa y destructiva disyuntiva éxito-fracaso.
Al reality le cabe la definición que le hizo el actor Miguel Ángel Sola: “Es un experimento nazi”. La definición es correcta porque se trata, esencialmente, de un rasgo del totalitarismo.
En la novela que más abiertamente denunció el carácter delirante y atroz del sistema totalitario, 1984, de George Orwell, para descibir ese aparato totalizante que todo lo ve y ante cuya omnipresencia sucumbe la intimidad y, por ende, se disuelve el individuo. El gran escritor inglés lo llamó The Big Brother.
Por eso el primer reality show, y muchos posteriores, se llamaron y se llaman Gran Hermano. El nombre es como una admisión de la esencia totalitaria de esta modalidad televisiva.
Orwell decía en su célebre novela the big brther is watching you. Ésa es la resignación del “no individuo”, saberse observado y aceptarlo.
Una de las mejores definiciones del reality show la dio el actor Miguel Ángel Sola: «Es un experimento nazi».
Lo mismo denuncia Florian Henkel von Donesmark en su película “Das leben der anderen” (La vida de los otros), en la que la Stasi (policía política de Alemania Oriental, infiltraba y auscultaba la vida íntima de quienes el Estado le ordenaba espiar).
El totalitarismo que viene ya no se ejercerá desde el Estado, sino desde la televisión. Atrapados por la disyuntiva éxito-fracaso, y desesperados por lograr el éxito (cualquier tipo de fama y a cualquier precio), acuden al altar de la televisión a ofrendar lo único y más valioso que tienen: su intimidad cotidiana. Todo para no ser un perdedor, de esos a los que otros dicen “no existís”.
Un puñado de muchachos mono-neuronales se dedican a ser observados por una masa mono-neuronal, en lo que implica la derrota de la dignidad de los observados, y el colapso moral de los que asoman su ojo voyerista para espiar intimidades de otros por esa cerradura en que se ha convertido la televisión.
La mejor denuncia sobre la televisión contemporánea como vehículo del nuevo totalitarismo, la hizo el cineasta Peter Weir en T. Un hombre fue engendrado y criado dentro de un set de televisión y vivió confundiendo la ficción que lo rodeaba con la vida real, que ocurría fuera de los gigantescos estudios.
Peter Weir, que dirigió otras películas resonantes como La sociedad de los poetas muertos, muestra la teleaudiencia del reality como una masa de autómatas manejados por la televisión.
A eso se parecen todas las masivas audiencias de este tipo de programas en todas partes del mundo. Pero a diferencia de los deplorables chicos que se meten a la casa del Gran Hermano argentino para que un público también deplorable les quite la intimidad, Truman Burkban, el personaje de la película de Peter Weir, ni bien descubre que su vida está atrapada en un programa de televisión, elige la dignidad de ser libre.