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Por Claudio Fantini. Todos hablan como si fuese lo peor que ocurrió en el fútbol argentino en los últimos años. Nada parece visibilizar más la violenta estupidez de las hinchadas y la ineptitud de las dirigencias, que el fracaso de una final histórica entre River y Boca por la intifada obtusa de un puñado de hinchas, que apedreó a un micro por el solo hecho de tenerlo a tiro.
Esos hinchas atacaron a los jugadores de Boca sabiendo que ponían en riesgo la realización del partido, por el que ya habían pagado miles de hinchas del fútbol y que tanto anhelaban presenciar.
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Parece que nada más estúpido puede ocurrir y, por eso, el país quedó mascando el fallido River-Boca como el mayor ejemplo de la violencia sin razón que habita el fútbol. Pero hubo un hecho infinitamente peor.
En abril de 2017, un joven vio en lo alto de la tribuna del Estadio Kempes a quien había matado a su hermano. Empezó a subir para increparlo y el otro, para impedir que éste lo alcanzara, gritó “ese es un hincha de Talleres”. Automáticamente, otros hinchas empezaron a golpearlo y a empujarlo cuesta abajo en la tribuna.
Las personas junto a las cuales pasaba en ese vía crucis absurdo y brutal, se sumaban al linchamiento. Lo golpeaban sin conocerlo, sólo porque otro desconocido lo había señalado como hincha de Talleres.
Los que no se sumaban a la golpiza, miraban impávidos, como si lo que ocurría ante sus ojos no fuera un cobarde acto criminal, que concluyó cuando el linchado fue arrojado al vacío desde el balcón de la bandeja superior.
Mientras agonizaba, el único hincha que se acercó a ese cuerpo magullado, le robó las zapatillas. Ni siquiera tuvo que apurarse, porque nadie intentó impedírselo.
Nada más abyecto sucedió durante los últimos años en el fútbol argentino que el crimen que convirtió al Estadio Kempes en un coliseo romano. Nada mostró más claramente la oscura patología de una sociedad colmada de linchadores y cómplices.
La sociedad en la que estallan intifadas por doquier. Guerras de piedras que se producen frente al Congreso cuando se debate alguna ley controvertida, o en la puerta de un estadio por el hecho de que los jugadores del otro equipo pasaron por ahí.
La sociedad naturalizó las manifestaciones violentas de unos contra otros. Cada tanto queda traumada por las consecuencias de sus trances autodestructivos. Se interroga sobre esa naturaleza que la lleva a sabotearse a sí misma.
Pero pronto da vuelta la página y olvida todo.
Macri perdió la oportunidad de un discurso sobre la violencia; sus palabras siempre parecen flotar en la superficie de los hechos.
La autocrítica no es su fuerte. Prefiere señalar “culpables”. Lo mismo hace la dirigencia. Mauricio Macri, quien proviene del mundo empresario, pero calcula mal las actitudes del empresariado frente a su Gobierno, también fue dirigente de fútbol. Sin embargo, había propuesto que la gran final de la Libertadores se hiciera con las dos hinchadas presentes, descartando riesgos de violencia.
Igual que con las fallidas inversiones multimillonarias de las empresas, en cámara señaló culpables externos.
Una nueva oportunidad para una reflexión de Mauricio Macri profunda sobre la violencia en el país que se sabotea a sí mismo, desperdiciada por un presidente cuyo discurso siempre flota en la superficie de los hechos.