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Por Claudio Fantini. Haití, el país donde se originaron las leyendas de los zombis y el vudú, ahora se colma de inquietantes preguntas sin respuestas. ¿Quién y por qué financió el magnicidio que sacude al continente? ¿En qué puede derivar el vacío de poder que produjo el asesinato del presidente? Repasemos sobre el tema y su controvertida historia de democracia y autócratas.
La propensión a la confrontación del presidente Jovenel Möise generó una fracción que se le oponía en el partido oficialista.
Había empresarios poderosos, como los que poseen la empresa de energía eléctrica, que estaban bajo acoso judicial por denuncias que el primer mandatario había presentado en su contra.
Y el régimen venezolano lo atacó con denuncias de corrupción en los contratos petroleros, ya que Möise era uno de sus más duros críticos en la región.
Jovenel Möise tenía enemigos en su partido, Tet Kalé, en el empresariado y en el exterior.
La lista de enemigos sigue, pero no son demasiados los que pueden contratar mercenarios extranjeros y financiar los costos de la operación para asesinar un presidente.
Como hay versiones de que los atacantes hablaban inglés y español, y no creolé y francés, que son el dialecto y el idioma que se hablan en Haití, hubo voces que mencionaron que en la operación habría intervenido la DEA, la agencia norteamericana para el combate de las drogas.
¿Por qué la DEA y no la central de inteligencia, la CIA?
Si bien la CIA y el Estado norteamericano tienen un largo prontuario de conspiraciones para derribar gobiernos y perpetrar asesinatos en Latinoamérica, ¿cuál sería la motivación para eliminar a un presidente como Möise?
La Casa Blanca lo apoyaba en su enfrentamiento con el Poder Judicial por la fecha de caducidad de su mandato. Estados Unidos le dio la razón y lo respaldó en la pretensión de permanecer en el cargo hasta 2022.
El caos político y la debilidad institucional son la regla en un país donde todos los gobiernos, incluso las dictaduras posteriores a la de Francois y Jean-Claude Duvalier, han sido extremadamente débiles.
Un sino trágico parece recorrer la historia de Haití, como si estuviese condenada a la tiranía y al desastre.
Jean-Jacques Dessalines fue el ombre que se levantó contra los franceses, conquistó la independencia, creo la primera república latinoamericana y bautizó al país con la palabra nativa que significa “tierra montañosa”.
Luego, se proclamó emperador, acumuló poderes absolutos y exterminó a la minoría blanca. Finalmente, fue traicionado por sus camaradas y murió asesinado.
Alexandre Pétion, autor intelectual de aquel magnicidio con el que comenzó la historia del Estado haitiano, gobernó librando una guerra desopilante con el otro prócer que traicionó al libertador, Henri Christophe, quien controló una porción del territorio, se proclamó rey y reinó hasta que, jaqueado por enemigos, se suicidó disparándose una bala de oro.
En 1957, ganó en las urnas François Duvalier, un médico rural que atendía gratis a los campesinos más pobres y se convirtió en el primer presidente de la mayoría negra.
Pero el mismo elixir del poder que había convertido en déspotas y criminales a muchos de sus antecesores, obró en el hombre al que llamaban “Papá Doc”.
Duvalier se convirtió en un tirano sanguinario y enriquecido hasta el absurdo, que torturaba y asesinaba con una fuerza de choque que llamaban los “Tonton Macoutes”.
Su hijo Jean-Claude heredó ese poder envilecido y cruel, manejándolo del mismo modo. Gobernó asesinando, torturando y robando durante 14 años, igual que su padre.
Y tras su derrocamiento en 1986, lo que vino fue una sucesión de presidentes débiles surgidos de las urnas o de intrigas palaciegas y golpes de Estado.
Henry Namphy fue el militar que derrocó a Jean-Claude y proclamó “el duvalierismo sin Duvalier”, pero no pudo sostenerse.
Tampoco pudieron otros aspirantes a tiranos, como Prosper Avril y Hérard Abraham, además de Raoul Cedrás, que llegó al poder años más tarde.
El absurdo que siempre danzó sobre el escenario político haitiano, cobró la forma de paradojas de dictaduras sin poder.
Las elecciones también desembocaron en proyectos despóticos. Fue el caso del sacerdote salesiano y tercermundista Jean-Bertrand Aristide y su movimiento izquierdista Lavalas (avalancha), cuya primer gobierno fue derrocado por el general Cedrás, aunque pudo recobrar el poder hasta su caída definitiva en 2004.
También Jovenel Möise estaba dando un giro autoritario. Una suma de tragedias naturales que comenzaron en 2010 con el terremoto que destruyó Puerto Príncipe, siguió con el devastador huracán de 2016 y desembocó en la pandemia global, en un país desguarnecido y sin servicios sanitarios mínimamente aceptables.
Möise estaba intentando controlar el Poder Judicial; también armó un aparato de inteligencia con rasgos totalitarios y pretendía una reforma constitucional a partir de un referéndum, que está prohibido por la Constitución de 1987.
Para el Poder Judicial y la oposición, el mandato de Möise había concluido, mientras que él sostenía que recién finalizaba el año próximo.
Al magnicidio pudieron cometerlo mercenarios profesionales extranjeros o algunas de las bandas armadas que llevan años repartiéndose el poder, lo cual nunca logra consolidar los gobiernos de uno de los países más pobres del mundo.