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Por Eugenio Gimeno Balaguer. Dado el interés que ha despertado el tema y la gran cantidad de consultas recibidas, vuelvo a enfatizar sobre el necesario entendimiento entre los dos cerebros, el emocional y el cognitivo. Ambos perciben la información proveniente del mundo exterior más o menos a la vez. Pero a partir de ahí, pueden cooperar, o disputarse el control del pensamiento, de las emociones y del comportamiento.
El resultado de esta interacción es lo que determina lo que sentimos; nuestra relación con el mundo y con los demás. Las diversas formas de competición nos hacen desgraciados. Por el contrario, cuando el cerebro emocional y el cognitivo se complementan, uno para dar dirección a lo que queremos vivir (el emocional), y el otro para hacernos avanzar por ese camino de la manera más inteligente posible (el cognitivo), sentimos una armonía interior, un estoy donde quiero estar en mi vida que sustenta todas las experiencias duraderas de bienestar.
Para vivir en armonía en la sociedad humana hay que alcanzar y mantener un equilibrio entre nuestras reacciones emocionales inmediatas –instintivas- y las respuestas racionales que preservan los vínculos sociales a largo plazo.
La inteligencia emocional se expresa al máximo cuando los dos sistemas del cerebro –el cortical y el límbico- cooperan en todo momento. En este estado, los pensamientos, decisiones y gestos, se ajustan y fluyen de manera natural, sin que prestemos una atención particular.
En este estado, sabemos qué elección tomar en cada instante, y vamos en pos de nuestros objetivos sin esfuerzo, con una concentración natural, porque nuestras acciones están en línea con nuestros valores. Este estado de bienestar es a lo que aspiramos continuamente: la manifestación de la armonía entre el cerebro emocional, que proporciona la energía y la dirección, y el cerebro cognitivo, que organiza su ejecución
Existe un señalador fisiológico muy simple de esta armonía cerebral: la sonrisa. Una sonrisa falsa -la que uno se impone por razones de orden social- sólo moviliza los músculos cigomáticos del rostro, los que al hacer retroceder los labios descubren los dientes.
Por el contrario, una sonrisa “verdadera” moviliza, además, los músculos que rodean los ojos. Pues éstos no pueden contraerse voluntariamente, es decir, mediante el cerebro cognitivo. La orden debe provenir de las regiones límbicas y profundas. Por esta razón, los ojos no mienten nunca: su pliegue señala la autenticidad de una sonrisa cuando ésta es cálida, verdadera, y nos da a entender intuitivamente que nuestro interlocutor se encuentra, en ese preciso instante, en un estado de armonía entre lo que piensa y lo que siente, entre cognición y emoción. El símbolo universal de este estado es la sonrisa.
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