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Por Claudio Fantini. Que Sergio Moro aceptara de inmediato el ministerio que le ofreció Jair Bolsonaro, causó estupefacción porque, sin lugar a dudas, se trata de un estropicio impresentable. La prioridad del juez de Curitiba debía ser el Lava Jato. Nada puede ser más importante esa ofensiva contra la corrupción, que un lugar político para el magistrado que ocupó el lugar más protagónico y estelar en Brasil.
Priorizar el Lava Jato implica sostener su credibilidad ante una sociedad descreída de las clases dirigentes. Nada era más prioritario para el juez que timoneó la avanzada de la Justicia sobre la corrupción, que preservar el prestigio de ese proceso e impedir que quede a la sombra de sospechas de cualquier tipo.
Sergio Moro hizo todo lo contrario. Infinidad de veces había respondido que “No” a los periodistas que le preguntaban si entraría en alguna lista o en algún gobierno. Esa pregunta era clave, porque las ambiciones políticas ocultas detrás de un proceso de semejante envergadura, le restan credibilidad a las decisiones que tome el magistrado, sobre todo si esas decisiones gravitan sobre el escenario político.
Tan velozmente se subió al tren de la política el juez Moro, que justificó todas las dudas sobre la intención que tuvo al encarcelar a Lula.
Moro adoptó también, además del encarcelamiento de Lula, otras decisiones que influyeron en la reformulación del escenario político brasileño, el cual allanó el camino para que Bolsonaro avanzara hacia el poder.
Sin hacer cálculos contrafácticos, está claro que sacar a Lula de la competencia electoral, cuando encabezaba todas las encuestas, tuvo una fuerte influencia en los comicios. Por eso, es lógico que, desde el PT, se acuse ahora a Moro de haber actuado ocultando ambiciones políticas personales.
También es lógico que renazcan las sospechas de acontecimientos turbios ocurridos en el juzgado de Curitiba. Por caso, la sugestiva filtración del audio sobre una conversación privada entre Lula y Dilma Rousseff, en la antesala del impeachment que terminó destituyéndola.
No fue la única. Seis días antes de la elección presidencial, desde las oficinas de Moro se filtró la delación premiada del ex ministro Antonio Palocci, diciendo que Lula sabía de las coimas en Petrobras.
El único efecto posible de semejantes filtraciones, era el impacto negativo sobre el candidato del PT, Fernando Haddad.
Las usinas que están actuando para fortalecer la imagen del presidente electo en Brasil y en el mundo, dicen que el juez Moro “sacrificó su propia imagen para poder luchar mejor contra la corrupción y el delito, preservando la vigencia de la Constitución”.
La verdad evidente es que el mejor lugar para que un juez luche contra la corrupción y el delito, defendiendo la Constitución, no es el poder político, sino el Poder Judicial.
Es evidente que subiéndose al tren del poder en la primera estación, Sergio Moro opacó la legitimidad del Lava Jato, o por lo menos la legitimidad de su intención en el rol protagónico que tuvo en ese proceso.
Hay casos históricos a tener en cuenta. El ex juez español Baltasar Garzón dejó su juzgado por aceptar la banca legislativa y el cargo de secretario de Estado que le ofreció Felipe González en los noventa. Y no tardó mucho aquel juez andaluz en darse cuenta que la intención de “Felipillo” era, precisamente, sacarlo del lugar donde más podía molestar al poder político.
Sergio Moro siempre tuvo por modelo al magistrado milanés que impulsó la operación Manos Limpias, sismo judicial que reconfiguró el tablero político italiano. Ahora, sus voceros repiten que Antonio Di Pietro también dejó de ser juez para involucrarse en la política.
Es cierto, pero con una oceánica diferencia: Di Pietro no aceptó los ofrecimientos que le hacían los gobiernos que investigaba, sino que dejó su juzgado para formar un partido político (Italia de los Valores) y fue, mucho tiempo después, que aceptó un cargo (ministro de Obras Públicas) en el gobierno de centroizquierda que encabezó Romano Prodi.