Por Juan Turello. Por momentos, Argentina suele estar aislada del resto del mundo en...
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Por Claudio Fantini. Países como la Argentina, donde el narcotráfico hace tiempo que hizo pie, deben observar atentamente escenarios como el mejicano y el ecuatoriano, donde el tumor creció y muestra su virulencia. Y también el colombiano, donde se observa claramente que se trata de un mal que nunca desaparece y siempre se transforma.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) residual que manejan la frontera colombiana-ecuatoriana, donde secuestraron y asesinaron a tres periodistas del diario El Comercio, de Quito, es una prueba de que la caída del Cartel de Medellín y el Cartel de Cali, además del acuerdo de paz que desmovilizó a 7.000 efectivos de la narcoguerrilla en que se había convertido hace décadas las FARC, no significan el final del narcotráfico, sino la reconversión.
Ya no hay grandes carteles conducidos por notorios y ostentosos personajes, sino cientos de pequeñas organizaciones conducidas por una generación de narcos “invisibles”.
La relación con Ecuador viene de lejos, por lo menos desde el gobierno de Rafael Correa, bajo cuyo mandato el comandante Raúl Reyes murió durante un ataque ordenado por Álvaro Uribe contra el campamento donde se encontraba. Y ese campamento de las FARC estaba dentro del territorio ecuatoriano.
El control de la frontera de Ecuador es importante para los narcos y las narcoguerrillas, entre otras cosas porque desde que el gobierno de Jamil Mahuad, que reemplazó la antigua moneda, el Sucre, por el dólar, ese país resulta atractivo para el lavado del dinero.
El narcotráfico es un flagelo que resucita y se recicla permanentemente. Lo que jamás hace es desaparecer.
A instancias del presidente Lenin Moreno, la Justicia empezó a investigar la posibilidad de que las FARC hayan aportado 500 mil dólares a la campaña electoral de Correa. Respalda esa sospecha la estrecha relación del ex presidente ecuatoriano con el régimen chavista, protector de las FARC, y la falta de presencia militar en la frontera con Colombia, además del campamento en el que murió Raúl Reyes.
Habría que preguntarle a Lenin Moreno si él no sabía nada sobre esos supuestos vínculos, ya que no era precisamente un opositor a Correa, sino su vicepresidente.
El hecho es que, tanto los sucesos en la frontera con Ecuador como la guerra entre las guerrillas ELN y EPL en la región de Catatumbo, donde se disputan el control de plantaciones de coca, prueban que el narcotráfico no murió junto con Pablo Escobar.
México está mostrando otros rasgos del narcotráfico: el más importante es que, narcotráfico mediante, un país puede ser al mismo tiempo una potencia y un Estado fallido.
El otro rasgo es que las agrupaciones que nacen como bandas de sicarios al servicio de las guerras de los carteles, terminan convirtiéndose también en carteles que, a su vez, crean nuevas bandas de sicarios para que libren sus guerras, en una cadena interminable.
El cartel que habría matado a los estudiantes de cine y luego disuelto sus cadáveres en ácido, en el estado mejicano de Jalisco, nació como un grupo de sicarios llamado “Los Matazetas”, precisamente porque el Cartel de Sinaloa lo había creado para su guerra contra Los Zetas. Estos, a su vez, se habían originado como banda de sicarios que vendía sus servicios criminales a mafias narcos.
Del mismo modo, “Los Matazetas” se convirtieron en la mafia narco Nueva Generación, reinando en Jalisco hasta que apareció Nueva Plaza y les disputó el negocio.
La pregunta es si los estudiantes de cine y los normalistas de Ayotzinapa serán un punto de inflexión en un país carcomido de violencia y corrupción. O si sus muertes son parte de una realidad que parece condenada a eternizarse.
La trágica realidad del narcotráfico hace que un país como México pueda ser, al mismo tiempo, una potencia y un Estado fallido.
En México, a los puntos de inflexión en la historia suelen marcarlos las masacres de jóvenes. Pero esas inflexiones transitan largos períodos hasta dar inicio a otra etapa histórica.
En 1968, la represión a los estudiantes que protestaban en la Plaza de las Tres Culturas, dejó en la historia esa mancha de sangre llamada “Masacre de Tlatelolco”. La “Operación Galeana” había sido ordenada por el presidente Díaz Ordaz para aplastar al movimiento estudiantil que reclamaba el fin del autoritarismo. Aquella matanza inició el lento declive del régimen priista.
Ahora, es nuevamente la muerte de jóvenes lo que abre los ojos de la sociedad sobre la siniestra realidad imperante. Primero, la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, exhibiendo la criminal relación entre narcotráfico y política.
Más reciente, la desaparición de tres estudiantes de cine en Jalisco. La historia oficial es desoladora: miembros del cartel Nueva Generación, los confundieron con miembros de una mafia rival, el cartel Nueva Plaza, los secuestraron, torturaron y mataron, disolviendo sus cuerpos en ácido sulfúrico.
El mundo mira horrorizado a México, como si fuera la primera vez que allí los narcos disuelven cadáveres en ácido. Es la práctica común cuando matan a la persona equivocada o quieren ocultar el crimen por otros motivos. Si no disuelven los cadáveres, suelen exhibirlos colgados de los puentes.
En los primeros años de la guerra contra el narcotráfico que lanzó Felipe Calderón al asumir la presidencia, en 2006, el Cártel de Sinaloa hizo matar y disolver en ácido al menos a 300 personas. Así lo revelaron investigaciones posteriores.