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Por Claudio Fantini. El fiscal especial Robert Mueller hizo con Donald Trump exactamente al revés de lo que hizo Sergio Moro con Lula. El ex juez de Curitiba encarceló al ex presidente brasileño sin pruebas contundentes sobre el delito que le adjudicaba: haber recibido un departamento como dádiva.
Si el magistrado que juzgó al líder del PT hubiera sido Mueller, no lo habría condenado por el caso del triplex de Guaruyá. Así lo sugiere el resumen de sus conclusiones sobre su investigación de la trama rusa.
Lo más probable es que, si se hiciera pública la totalidad del informe, la sensación que dejaría no es de total inocencia lo actuado por Trump. Lo que Mueller debía investigar era si el candidato y su equipo de campaña habían actuado en coordinación con Rusia, y no hay pruebas de que esa coordinación ocurriera.
El fiscal confirma lo ya afirmado por la CIA y el FBI, que agentes de Rusia intervinieron en la campaña electoral para que el magnate inmobiliario llegara a la presidencia de los Estados Unidos.
Cuando el fiscal Kenneth Starr investigó la acusación de abuso sexual que hizo la empleada pública Paula Jones contra el entonces gobernador de Arkansas, Bill Clinton, no se guío por sus propias convicciones. Tenía un choque de palabra contra palabra en el que la fama que ya tenía Clinton lo condenaba, pero a Starr no le alcanzó con eso para enviarlo a juicio, aunque de ese caso surgió el de Mónica Lewinsky, que terminó en juicio político. Clinton fue sobreseído de haber cometido un delito, pero los jueces le reprocharon su conducta.
Más allá de ese debate, el hecho de que “no hubo conspiración”, implica un alivio para Trump y un golpe en la mandíbula de los opositores demócratas. Pero eso no es lo mismo que la “exoneración total” que proclamó Trump al conocer el resumen de las conclusiones.
Lo que parece probar con nitidez el informe del Mueller, es la honestidad del fiscal especial que investigó la trama rusa.
Si hubiera actuado pensando en él mismo y en la notoriedad que alcanzaría en la historia y en la política norteamericana, es probable que habría encontrado la forma de que las conclusiones finales de su informe resultasen perjudiciales para Trump.
Respetado por los demócratas y por los republicanos que tienen como íconos conservadores a figuras como John McCain y, por ende, desprecian el populismo extravagante que ven en el actual presidente, Mueller podía convertirse en estrella si manejaba con cierta flexibilidad la investigación que le habían encargado. Pero no lo hizo.
Sencillamente, se atuvo exclusivamente a la misión que le habían encomendado: investigar si Trump o sus colaboradores más cercanos “conspiraron o se coordinaron con el gobierno de Rusia en sus actividades de interferencia en las elecciones”.
En esa afirmación, Mueller está ratificando lo que ya habían concluido el FBI, la CIA y otras agencias de inteligencia: hubo injerencia rusa para favorecer a Trump, saboteando la campaña de Hillary Clinton. Pero su misión no era responder sobre si hubo o no injerencia rusa, sino la referida a una posible “colusión” entre la campaña de Trump y las operaciones del Kremlin contra la candidata demócrata.
Mueller debía investigar si la campaña de Trump coordinó acciones con los agentes rusos. Y no encontró pruebas de que eso ocurriera.
Esta es la parte del informe que Trump anunció con estridencia y que usará como prueba de victoria contra la “caza de brujas” que denunció desde el inicio del caso.
Lo que no explicará el presidente ni su fiscal general, William Barr, es por qué, sabiendo el equipo de Trump (y seguramente el propio candidato) que existía una conspiración rusa para perjudicar a Hillary Clinton, no la denunciaron públicamente.
Tanto el resumen de Barr como el que había recibido del mismísimo Mueller, señalan puntualmente que no se detectaron coordinaciones entre el equipo de campaña de Trump “con el gobierno de Rusia en sus actividades de interferencia en las elecciones”.
En Europa existen serias sospechas de que el Kremlin ha influido en varios procesos electorales occidentales, cuidándose de no vincularse con los beneficiarios de sus acciones, porque involucrándolos activamente, los perjudicaría en caso de que se descubra esa injerencia.
Para que un batallón de hackers robe información confidencial que difundirá a través de WikiLeaks, y un ejército de trolls generen tendencia en la opinión pública y orienten el voto de millones de personas, Moscú no necesita la colaboración de los beneficiados por tales acciones.
La cuestión es si sabían o no que Rusia estaba operando a su favor. Pero esa no era la pregunta que debía responder Mueller. Y no la respondió.
Su estricto apego a las reglas y a la ley se ve también en la respuesta sobre posible obstrucción de Trump a la Justicia cuando echó al jefe del FBI, James Comey, porque pretendía seguir investigando la trama rusa, y a su secretario de Justicia, Jeff Sessions, por no frenarlo.
¿Es delito que un presidente eche al jefe del FBI y a un miembro de su gabinete? No. ¿Pudo ser la intención de Trump de, al echarlos, protegerse del Rusiagate? Sí.
No hay delito, pero tampoco exoneración. Así respondió Mueller. Lo justo. Ni más, ni menos.