Por Juan Turello. Por momentos, Argentina suele estar aislada del resto del mundo en...
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Por Claudio Fantini. No fueron las bombas en el aeropuerto Atatürk, ni las que regaron de muertos el casco antiguo de Estambul. Esas devastaciones contra el turismo, motor de la economía turca, no fueron el peor daño que sufriera el gobierno de Recep Tayyip Erdogan en Turquía. El peor daño se lo causó el agente Mevlut Altintas al acribillar por la espalda al embajador de Rusia.
El hombre que estaba atrás de Andrei Karlov era el policía especial que el Estado turco había designado para la protección del diplomático. Donde debía haber un protector, estaba el asesino, parado a dos metros de su blanco.
Si el hombre que debía cuidarlo fue quien lo acribilló, el gobierno más dañado por el magnicidio no es el ruso, sino el de Turquía. Ante el mundo, Erdogan es un gobernante que ya no puede garantizar ni la seguridad de los embajadores.
¿Fue ese el objetivo del homicida? Es posible. Si detrás del asesino estuvo el PKK o la otra organización separatista kurda, “Halcones de la Libertad”, lo más probable es que el blanco haya sido el gobierno turco, que bombardea a los kurdos en las montañas del sur, mientras hace lo propio contra los peshmergas, los milicianos kurdos que luchan contra el Estado Islámico (ISIS) en Irak y Siria.
También es posible que el objetivo del crimen haya sido el que proclamó el asesino junto al cadáver de su víctima: denunciar los masivos bombardeos lanzados por Rusia para que el régimen de Al Asad pudiera recuperar Alepo.
Sin esa lluvia indiscriminada de bombas rusas, el ejército sirio no habría podido sacar de la ciudad a los rebeldes. Y esas milicias luchaban contra Al Asad sin cometer masacres ni aliarse con el Estado Islámico.
El atentado con un camión en Berlín, que le costó la vida a nueve personas, tiene el sello del Estado Islámico y sus lobos solitarios, lunáticos que consumen mensajes calibrados para hacerlos entrar en trance exterminador. Pero el magnicidio en Turquía no muestra huellas del ISIS.
Erdogan trataba de recomponer con Vladimir Putin la relación dañada en Siria, donde tomaron partido por bandos enfrentados. Mientras negociaban, irrumpió la sombra de un odio ancestral, que se remonta a las guerras entre cosacos y tártaros, y también a Catalina la Grande, que arrasó los canatos que rodeaban el Mar Negro.
La enemistad ruso-turca siempre tuvo que ver con las tierras centroasiáticas, pero ahora el antiguo odio revivió en Siria. Erdogan trataba de apagar las llamas que él mismo provocó al derribar un cazabombardero ruso. Pero un agente de su propio servicio de seguridad, cometió el magnicidio que hirió gravemente su poder, con las mismas balas que mataron al embajador ruso.