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Por Claudio Fantini. La analogía que hizo Héctor Recalde es falazmente perfecta, aunque para probar exactamente lo contrario de lo que quiso decir el titular de los diputados kirchneristas. “Si la Iglesia pudo resistir unos cuantos curas pedófilos, por qué no vamos a resistir nosotros a un par de corruptos”, dijo el ahora ultra K diputado.
Si se trata de señalar sólo a un par de corruptos, por la lógica del orden de importancia ese par está integrado por Néstor y Cristina Kirchner, ya que el primero fue el arquitecto y, junto a su esposa, principal beneficiario de un monumental esquema de corrupción a partir de la adjudicación arbitraria -con sobreprecios- de la obra pública.
¿Por qué decimos que la comparación del legislador kirchnerista con los curas pervertidos que abusan de menores es “falazmente perfecta”? El carácter falaz está en decir que la Iglesia sobrevivió a “unos cuantos”, como si trata de un problema incidental cuando, en realidad, se trata de un problema estructural.
La pedofilia no es un accidente que se da en forma aislada, sino la lógica consecuencia de las reglas que imperaron en una estructura que dispone de instituciones con niños (colegios y orfanatos) y de reglas que encubrían a los pervertidos sexuales en lugar de entregarlos a la Justicia civil.
Así fue durante siglos y al velo de tanta degeneración delictiva lo corrió el avance de los medios de comunicación de masas y no una sana depuración interna. A ese sistema que apañaba y mantenía el abuso sexual pudieron desconocerlo los curas párrocos y las monjas, pero ningún cardenal ni miembro de la alta jerarquía eclesiástica puede afirmar, sin mentir, que no sabía de la masividad de esos delitos, cuyos autores eran llevados de una parroquia a otra o de una diócesis a otra, en lugar de ser denunciados ante la Justicia.
Es sencillamente imposible que legisladores, dirigentes y funcionarios del kirchnerismo ignoraran la existencia de un sistema de corrupción traído desde Santa Cruz, montado a nivel nacional por el propio Néstor Kirchner, y vigente desde entonces hasta el último día de Cristina en la Casa Rosada. Era demasiado visible y estaba demasiado denunciado como para que lo ignoraran.
Se puede creer a Willy Brandt al afirmar que no sabía que su principal colaborador era un agente de la RDA. Nadie lo supo hasta que la denuncia de esa infiltración provocara, en 1974, la caída de aquel gran canciller socialdemócrata de la Alemania Federal.
No se puede creer a la jerarquía eclesiástica ni a la jerarquía kirchnerista que desconocían males que no eran aislados ni accidentales, sino estructurales.
Además, la comparación de Recalde implica otra confesión interesante: el kirchnerismo, como el catolicismo, tiene fieles. Una feligresía adicta a las liturgias y embebida de una profunda fe, más enraizada en emociones y necesidades espirituales, que en razones y realidades comprobables.
Igual que para el católico practicante, para el feligrés kirchnerista la corrupción es un hecho inevitable y aislado que ni Néstor ni Cristina, así como tampoco la cúpula partidaria, podían conocer.
Esa fe inconmovible y blindada contra la realidad más evidente, fue el logro de un aparato de propaganda manejado por expertos que crearon una suerte de invernadero para un sector de la clase media.
En ese microclima artificial germinó la fe ciega en la “verdad” del relato y la adoración de los líderes del “proyecto nacional y popular”. Como los ultracatólicos, esa feligresía de clase media está abrazada a su fe y así seguirá.